Ni Zenón, el maestro clásico de las paradojas, habría podido anticiparlo: Gustavo Petro, la persona que más lejos ha llevado a la izquierda colombiana, es ahora también quien la ha dejado en uno de sus más maltrechos momentos, como consecuencia del delirio en el que ha resultado su gobierno. Petro parece estar haciendo con la izquierda lo mismo que, hace casi 2000 años, hizo Nerón con Séneca: condenarlo a muerte luego de haber sido uno de sus más devotos alumnos.
Una y otra vez, Petro actúa de manera tan notoriamente errática que en ocasiones pareciera trabajar en secreto para sus más férreos opositores. Peor aún, en otras ocasiones, pareciera hasta despreciar el proyecto político que él mismo llevó al poder. Y, como alguien que llegó a sentir una genuina -y quizás ingenua- ilusión con la mudanza del primer mandatario de izquierda al Palacio de Nariño, me duele decirlo, pero solo quien tiene desprecio por su propio proyecto político es capaz de: tomar algunas de las decisiones más trascendentales para el futuro del país a las tres de la mañana, por Twitter y sin consultárselo a ninguno de sus asesores; llegar tarde a cuanto evento público es invitado; cambiar de ministros como si cambiara de zapatos para luego responsabilizarlos por incumplir 146 de 195 promesas de Gobierno; ignorar tanto las lecciones del pasado como las advertencias de los estudiosos a la hora de, por ejemplo, negociar ceses al fuego prematuros; marginar a los viejos y nuevos escuderos de la izquierda, desde los sindicatos hasta los feminismos; y, para colmo, excusar sus constantes meteduras de pata con enemigos ilusorios que ya ni él mismo se cree. Solo un comandante que no quiere llevar su barco a buen puerto gasta más tiempo inventando excusas para explicar el naufragio al que ha llevado a su tripulación que en hacer esfuerzos para enderezar el timón.
Nadie dijo que iba a ser fácil transformar un país hecho prácticamente a imagen y semejanza del privilegio. Pero la verdad es que Petro sí tuvo todas las oportunidades para llevar a cabo transformaciones estructurales del país, en particular las que le apuntaban a la construcción de un estado de bienestar. Incluso un sector del receloso establecimiento colombiano estuvo dispuesto a tenderle la mano al primer presidente de izquierda. Si el cambio no llegó fue porque Petro no quiso. De lo poco que hasta el momento hay para mostrar es una reforma pensional sacada tan a las patadas que es muy posible que no salga con vida de los pasillos de la Corte Constitucional.
Lo que ha fallado en estos tres años no son las ideas históricas de la izquierda, sino la capacidad de Petro para llevarlas a cabo
Petro se absuelve a sí mismo y explica sus promesas en vano alegando: “Me da vergüenza. El Presidente es revolucionario. El Gobierno, no”. Y puede que Petro sí sea un revolucionario, pero como lo son los adolescentes para quienes la revolución es poco más que un ‘performance’ para exhibir rebeldía ante sus padres. Si la izquierda colombiana realmente se toma en serio a sí misma, tiene que dejar atrás el espíritu insurgente de la adolescencia. Y quizás la mayoría de edad empieza por ponerle la cara a los desaciertos en lugar de justificarlos ante la opinión pública con artimañas retóricas.
Con todo y esto, hay que dejar claro que, al contrario de lo que sostiene a gritos la oposición para tomarse de nuevo el poder, lo que ha fallado en estos tres años no son las ideas históricas de la izquierda, sino la capacidad de Petro para llevarlas a cabo. La respuesta al actual gobierno no puede ser regresar a un país en el que el estado de bienestar -la principal promesa incumplida de la Constitución del 91- quede en manos de la sangre fría del mercado ni en el que los derechos humanos sean vistos como tan solo un obstáculo para alcanzar la seguridad. Es ingenuo, y a la vez maquiavélico, pensar que el camino a tomar tras el gobierno de Petro es retornar al modelo de país que llevó al pueblo a reclamarlo en primer lugar.
SANTIAGO VARGAS ACEBEDO