De una vez la conclusión: la literatura es el antídoto de la propaganda. Si la pregunta sigue siendo cómo no sumarle locura a la locura, cómo resistirse, en cuerpo y alma, a la violencia, entonces la respuesta es la precisión, la compasión, el humor, la lengua y la incomodidad de –por ejemplo– la novela. La propaganda no busca reflejar a un lector irrepetible, como lo hace la ficción, sino que, a punta de exaltadas verdades a medias, azuza a una sociedad reducida a audiencia hasta llevarla al trance. Qué extraño es ver cómo las redes de RTVC no solo se van limitando al punto de vista del Presidente, sino que van asumiendo sus enemigos. Qué triste es notar la ofensiva del Pacto Histórico contra “los medios corporativos” que tanto defendía cuando no defendía el poder. Pero así es la vida entre la propaganda.
La propaganda, que empezó un par de siglos antes de Cristo, desfigura, vilifica, arrasa y emborracha. Qué tal el cartel, digno del burdo sincretismo de estos días, que el presidente Petro publicó el martes en sus redes: invitaba a la marcha del jueves con una imagen del pueblo petrista, pero con el propagandístico puño de siempre –el puño que fue falangista, obrero, ariano– soportado por el “no pasarán” antifascista. No era claro por qué había que verse “en todas las plazas”, ni quiénes eran los que no pasarían, pero da igual porque no estamos hablando de reflexión, sino de propaganda. Se trata de generalizar sin escrúpulos: de culpar a “las élites golpistas” que impiden las reformas que resolverán la historia o a “los medios hegemónicos” que “destilan veneno”, “se roban la plata de la salud” y “ocultan la verdad al país”.
Vaya usted a saber qué tanto funciona: qué tanta gente nueva está creyéndose las teorías de conspiración y las retóricas incendiarias.
Es violencia de manual. Se trata de gritar “ellos” sin decir “quiénes”. Se trata de despertar el estómago revuelto de los ninguneados sin reconocerles la voz propia, de contagiar la peligrosa convicción de estar del lado correcto de la historia, de convencer a una ciudadanía cautiva de que el poder está en manos de unas siluetas indeterminadas e imprecisas: de que el presidente no es Goliat, sino David, en este país presidencialista y reverente. Vaya usted a saber qué tanto funciona: qué tanta gente nueva está creyéndose las teorías de conspiración y las retóricas incendiarias. Sea como fuere, el gran peligro es que el propagandista suele triunfar si la propaganda se le sale de las manos: si se vuelve delirio y horror. Y en Colombia, tierra de amenazas de muerte con coronas fúnebres, es diez veces peor.
El colombiano sensato, que suele darse en el silencio, se repite a sí mismo la frase “uno nunca sabe”. Teme a la propaganda porque es la terrible tarea de volver kamikazes a los olvidados. Confía, como confió el maestro Carlos José Reyes hasta el fin de semana pasado, en los grises, en los matices, en las conexiones, en las ganas de vivir, en las tierras de nadie que devuelve la literatura: detrás de la obra de Reyes, de sus ficciones urgentes a los tres tomos de aquella formidable investigación que tituló Teatro y violencia en dos siglos de Historia de Colombia, podría leerse tanto la convicción de que el arte desafía la barbarie como la sospecha de que el mundo es lo contrario a la propaganda. La literatura va voz por voz. La propaganda, que hoy sustituye al gobierno, somete todo a un mismo grito. Y en un país en guerra es cien veces peor.
Dice el papa Francisco, en su carta de agosto sobre el papel de la literatura, que leer esclarece el propio relato, permite ser los otros, repara las emociones, rebautiza el misterio y empuja por una tierra incierta “donde los confines entre salvación y perdición no están definidos”.
O sea que un gobierno valiente, serio, no engendra propagandistas despiadados, sino lectores solidarios.
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