Se ha dicho hasta la náusea que la vida es un escenario, pero no se ha lamentado lo suficiente la vocación a sobreactuarse. De tanto en tanto, hay que notar la ridícula maña de empelicularse, y hay que reírse y parar de sufrir. Y aceptar, con el estreno en Netflix de Cien años de soledad, que el destino de estos milagrosos autores de mundos –que, como Gabriel García Márquez, traducen el misterio– es ser recreados hasta el fin: podría decirse que la medida de la gloria de esos artistas verdaderos, seres míticos mitad bestias, mitad descubridores, es que sus obras terminen siendo citas citables, juegos de mesa, obras de teatro de colegio, músicas de ascensor, pequeños videos virales. Que agradezca el fantasma de García Márquez, pues, que su novela vuelta serie ha empezado de la mejor manera el camino a la desacralización.
Todo está esperando a ser película. Ya hay 154 versiones del Quijote: desde el Quijote de Broadway hasta el Quijote animado, animalado y japonés que veíamos después del colegio. Ya hay varias adaptaciones de la inadaptable Finnegans Wake. El rey león es Hamlet, Las diez cosas que odio de ti es La fierecilla domada, West Side Story es Romeo y Julieta. Es posible escuchar más de 1.500 covers de “Yesterday”, la canción de los Beatles. Gus Van Sant hizo una perturbadora Psicosis calcada plano a plano de la Psicosis de Alfred Hitchcock. Y acaba de salir una colección de gafas inspirada en Frida Kahlo. O sea que el fantasma de García Márquez –que tiene que existir y tiene que haber esperado diez años, siete meses y veinticinco días para este momento, y, si no, nada tiene sentido– debe estar feliz con la serie de Cien años.
Como Orgullo y prejuicio o Mujercitas o Peter Pan o Cumbres borrascosas, la sobreprotegida obra de García Márquez ha empezado a ser recreada para siempre.
Hitchcock le explica a Truffaut, en el mejor libro del mundo, que una obra maestra es una obra en su lenguaje ideal. Ciertas novelas magistrales de García Márquez, de Crónica de una muerte anunciada a El amor en los tiempos del cólera, se desangran en su paso al cine. Otras más, de El coronel no tiene quién le escriba a Del amor y otros demonios, se vuelven películas que desconciertan tanto a cinéfilos como a lectores. Pero esta primera adaptación de Cien años de soledad es digna, seria, bien hecha. Hay algo de locura en la empresa. Solo la idea de filmar La Biblia, que John Huston lo hizo en 1966, es igual de descabellada a la de filmar el árbol genealógico de los Buendía. Pero estos realizadores se han jugado la vida en la serie de Cien años, y, conscientes de que adaptarla es notar un milagro, han cometido una bella proeza.
Quizás no estoy tan apegado a la novela porque la leí solo una vez –y me envolvió y me fascinó– en agosto de 1990. Quizás no soy de los que llaman al autor por el apodo. Tal vez esta sea una prueba de que en verdad me parece justo que las ficciones luminosas, que resumen nuestro mundo a prójimos y a extraterrestres, engendren quijotes de alambre, pinochos distópicos, scrooges para colgar en el árbol de Navidad, dantes en rompecabezas infernales. Puede ser que me conmueva especialmente la lista de talentos que ha llevado a cabo esta versión, Brugés, Caicedo, García, González, Mora, Moreno, Ramírez, Rivera y Santa en orden alfabético, como me conmueven esos biógrafos que viven una vida entera creyendo que el protagonista es el biografiado. Pero le veo el valor y la reflexión y la gracia a esta primera temporada de la serie.
Desde que aparece en la pantalla el espectro de Prudencio Aguilar, como una penumbrosa culpa de teatro, no solo es claro que la lectura audaz de la serie irá llegando a su manera a los hallazgos del libro, sino que, como Orgullo y prejuicio o Mujercitas o Peter Pan o Cumbres borrascosas, la sobreprotegida obra de García Márquez ha empezado a ser recreada para siempre.