En la Galería de Arte de Australia Occidental se presenta desde el pasado mes de abril una instalación denominada Revivificación, es decir, ‘volver a la vida’, que consiste en un cerebro elaborado in vitro a partir de sangre donada por el difunto compositor estadounidense Alvin Lucier.
Según lo describen las noticias, las paredes de la galería están revestidas con placas curvas de latón que generan sonidos cuando los electrodos del cerebro cultivado a partir de células derivadas de los glóbulos blancos del fallecido artista emiten señales.
Nunca he escuchado a este compositor ni conozco a los artistas Ben-Ary, Gingold y Thompson, que hicieron posible la creación de este dispositivo, pero es innegable que este tipo de proyectos despierta numerosas preguntas. Algunas tocan los límites éticos de la biotecnología aplicada al arte; otras, la complejidad de determinar la propiedad intelectual en este tipo de obras. También surgen inquietudes sobre el deseo humano de trascender la muerte y, por supuesto, sobre la vanidad que muchas veces impulsa esos intentos.
En lugar de inventar formas de prolongar nuestra existencia indefinidamente, quizás deberíamos aceptar nuestra finitud
En todo caso, el equipo de personas a cargo de esta invención, en una entrevista que les hizo The Art Newspaper en marzo de 2025, justificó su creación aduciendo que este tipo de obras son necesarias en momentos en que la inteligencia artificial generativa (IAG) pone en tela de juicio la creatividad artística de los humanos.
No creo que sea necesario recurrir a los muertos para reavivar la chispa creativa en el arte. Por el contrario, pienso que deberíamos centrarnos en brindar más espacio y oportunidades a los vivos para que desarrollen su expresión.
De hecho, cabe pensar que la resistencia de Lucier a aceptar la muerte podría reflejar un cierto narcisismo; tal vez, en un momento de escasa inspiración, optó por estos rebuscados experimentos como una forma de mantenerse visible o provocar una reacción.
En lugar de inventar formas de prolongar nuestra existencia indefinidamente, quizás deberíamos aceptar nuestra finitud. No se trata de negar la ciencia, ni de oponerse al arte, sino de recuperar un poco de humildad.
Tal vez no necesitemos más composiciones póstumas, ni cadáveres congelados ni simulaciones eternas, sino proponernos vivir plenamente en el aquí y el ahora, como dicen aquellos que nos enseñan a buscar el sentido de la vida.
NATALIA TOBÓN