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Cambios

Petro no es el cambio, no, nadie encarna el cambio, nadie lo decreta, pero el cambio sí lo eligió.

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Tengo un amigo que todo lo ve “esotérico” e “inútil”. Para él esta columna, la de hoy, va a ser el colmo. Porque defiendo los cambios de los que se habla en estos días. Porque no pienso que los discursos del presidente, fascinados, eso sí, consigo mismos, sean apenas carretazos, sino actos políticos que reconocen las transformaciones sociales. Creo en lo que se ha dicho esta semana: en reformar el Esmad, en salirse del “consenso de Ginebra” contra el aborto, en erradicar la vieja política contra las drogas, en reemplazar el conteo de bajas por el conteo de vidas, en gravar a las iglesias, en recobrar la relación con Venezuela sin meterse en sus pulsos ni jugarle a la dictadura: “Colombia garantiza el derecho al asilo”, le respondió Petro a Cabello justo a tiempo. Pero sé que mi amigo ha puesto los ojos en blanco al llegar hasta este punto.
(También le puede interesar: Encarnadores)
Todo esto ya nos pasó alguna vez. Ya hubo, tras las reformas liberales de 1936, de 1991 y de 2016, que simplemente aceptaban que el mundo era otro, gente que gritó “pero cómo van a hacerlo”, “pero si Colombia no es así”. Ya hubo contramovimientos autoritarios que a punta de letra menuda –y de estigmatización y de bala– supieron echar atrás los liberalismos, las reformas rurales, los fortalecimientos del Estado, las protecciones a los trabajadores, los llamados a la paz: “Esos 6.402 falsos positivos son un invento de la JEP”, dijo la senadora Cabal a una emisora tropical. Ya se dio hasta la muerte un país macartizador, elitista, frentenacionalista, endiosado, experto en amansar estallidos sociales con paños de agua tibia. Y, a pesar de todo, estamos viviendo una extraña oportunidad de ponernos al día con lo que está pasando en la Tierra.
Mi amigo va a abandonar esta columna desde aquí. Porque reconozco, sí, que el cambio ha sido el eslogan manido de González y de Rajoy, de Pastrana y de Petro, pero en la cima del esoterismo repito que el cambio es sobre todo hacer las paces con el mundo. Se hizo la reforma de 1936 porque se aceptó que las ciudades y sus masas eran un hecho. Se llevó a cabo la Constitución de 1991 porque se supo ver que ya eran enormes los países excluidos por el país. Se firmó el acuerdo de paz de 2016 porque se entendió que demasiados paisajes colombianos habían sido reducidos a camposantos. Si se ha dado este gobierno que habla de poner en marcha esas tres grandes enmiendas, la de la inclusión, la de los derechos y la de la paz con sus duelos, es porque el maquillaje no da más: no es que se esté dando el cambio, sino que se está permitiendo.
No es nada fácil cambiar porque no es nada fácil temer. Da miedo, incluso, usar una palabra nueva. Pero déjenme recordarles aquí entre nos, lejos de mi amigo pragmático, que la pandemia tendría que haberle servido al fin de la violencia contra el mundo entero, que el arcano de La Muerte lleva siglos hablando del poder igualitario de la transformación, y que en este planeta ya hay casi ocho billones de testigos de la amarga desconfianza en las democracias, de la extinción de las tortugas gigantes, de la aparición de aquellas siete islas de basura en los océanos de aquí y de allá, y de los pataleos aterradores del clasismo y el machismo y el racismo, e insistir en las soluciones autoritarias de la era anterior es, entonces, aliarse con el cataclismo: “El único crimen es la soberbia”, dice Tiresias, hacia el final de Antígona, siglos antes de Cristo.
Petro no es el cambio, no, nadie encarna el cambio, nadie lo decreta ni lo es, pero el cambio sí lo eligió, en aquellas elecciones agónicas, para que lo deje en paz, para que su gobierno cumpla la centenaria promesa de abrirle paso a esta sociedad de diferentes que ha vivido harta de cumplir la orden de matarse.
RICARDO SILVA ROMERO

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