Todo el mundo sabe por qué, pero nadie sabe para qué pasa lo que pasa acá en Colombia. ¿Por qué el hijo del Presidente protagoniza una trama traqueta de despecho y corrupción y ostentación en las narices de un país en guerra? ¿Por qué su exesposa conjuga la maña de robar, “él está robando, yo estoy robando, todos estamos robando”, en esa videollamada que es el nadir de una tierra en la que quince millones de personas se levantan a diario a buscar algo de comida? ¿Por qué esta nación plagada de urgencias tiene que encarar una vez más las secuelas de una campaña presidencial con más carteles que pancartas? Pues porque, luego de décadas de prohibicionismos y caracortadas, la mafia se ha vuelto una cultura, la plata ha empobrecido la democracia y el Estado se ha trenzado con esos clanes que viven fuera de la ley.
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Sabemos por qué nos ocurre todo esto: porque, como dijo el exsenador Martínez, “es mejor negocio la política que el narcotráfico”. Pero para qué diablos nos sucede y nos vuelve a suceder semejante lodazal si no es para que nos demos cuenta de que la mafia es tanto una venganza como una parodia de la pirámide social; para que sea claro que una ciudadanía resignada a cerrar caminos está condenada a los atajos; para que dejemos de engordar a punta de persecuciones, de guerras de tiempos de Nixon, a estos narcos libres de escrúpulos e impuestos; para que las financiaciones de esas campañas descomunales, de multitudes que cuestan miles de millones, sean estatales de una vez por todas; para que ya no sea lo normal, lo práctico, lo lógico aliarse con los supuestos dueños de las regiones si lo que se quiere es ganar las elecciones.
Podría aprovechar esta crisis tan grave para conseguir ese “acuerdo nacional” que acabe con esta política arrodillada ante los clanes.
De poco nos han servido las podredumbres que denuncian los libros de historia. Estamos acostumbrados a que las fábulas tengan moralejas, pero solemos pasar de largo por las lecciones de las noticias. Nunca es tarde, sin embargo, para hacer un gobierno que enmiende los errores de los anteriores y que al tiempo aprenda de los propios. Es vergonzosa la indignación de esa gente que no quiso ver autoritarismo en el “articulito” de la reelección, ni en las chuzadas a la Corte –no hay, en la historia de las dictaduras latinoamericanas, cifra tan terrible como los 6.402 falsos positivos–, pero que hoy fantasean con una extrema izquierda que va a acabar el Estado de derecho. Esta semana el ingeniero Hernández, sancionado hasta los tuétanos, publicó una cínica alocución en la que se hace “el robado” por la campaña petrista. Y, no obstante, la salida del Gobierno no puede ser señalar de vuelta ni igualarse en el lodazal, sino remediar el camino.
Remediar el camino de un país que no tenía presidentes de izquierda porque los mataban por si acaso, ni tenía vicepresidentas negras porque las desterraban en las colonias para siempre, ni insistía en cambiar aquella política de drogas que sigue reduciéndonos a escandalera, ni volteaba a reconocer a los ninguneados, ni defendía la Amazonía de la voracidad de la estupidez humana, ni ternaba mujeres penalistas que conocieran la Fiscalía por dentro porque podía venirse abajo el mundo entero. Pero, sobre todo, remediar el camino de un gobierno que podría romper el círculo vicioso del rencor nacional, podría desmontar estas cacerías de colombianos que una tras otra han sido Colombia, podría fortalecer lo público sin desquitarse de lo privado, podría celebrar, como se celebra a nuestros deportistas, a tanto trabajador que se ha partido el alma por esta esquina del mundo, y podría aprovechar esta crisis tan grave para conseguir ese “acuerdo nacional” que acabe con esta política arrodillada ante los clanes.
De nada nos sirve que se caigan los gobiernos. Pero sí se ha venido la hora de que aprendan.
RICARDO SILVA ROMERO