20 años después, el triunfo más importante (y más angustiante) del terrorismo internacional es que puso a tambalear la convicción más o menos global en la promoción y defensa de los derechos de todos. El declive del Estado de derecho y el surgimiento del populismo de derecha son el resultado último de una guerra en la que Estados Unidos y el mundo occidental fracasaron más allá de lo militar: en la lucha contra el terrorismo, Occidente se perdió a sí mismo.
El profundo deseo de venganza después de los ataques del 11 de septiembre puso demasiadas cosas entre paréntesis, y todos fuimos cómplices. Como siempre, la necesidad de estar seguros empujó al mundo entero a ponerles más y más talanqueras a las libertades individuales y les giró un cheque en blanco a los Estados. En un fenómeno muy parecido al que ocurrió durante la pandemia, desesperados por sobrevivir y por causa de la urgencia súbita que demandaba el terrorismo recursivo y organizado, decidimos entregarles poderes especiales a los estados para cuidarnos y mirar en otra dirección cuando dicho cuidado tenía como costo la vulneración de los derechos de otros.
Estados Unidos se impuso como líder en esta práctica. El gobierno de Bush impulsó una doctrina de derecho internacional que pretendía crear la exótica y peligrosa figura de las personas sin derechos. Guantánamo, un espacio sin ley, se convirtió en el lugar desde donde se creó un nuevo tipo de individuo: el individuo despojado de garantías, un ser que clasificaba como menos que humano. Removidos de su condición humana, la tortura y todos los vejámenes que permitió la creatividad militar se convirtieron en regla.
El frágil consenso alrededor de los derechos se rompió de un solo tajo y solo quedaron algunos activistas advirtiendo de las peligrosas implicaciones. Después vino Abu Ghraib, y la universalidad de los derechos terminó de hacerse trizas. A tal punto que ya hay varios, entre ellos el presidente de este país, que afirman sin asomo de vergüenza que para tener derechos es indispensable cumplir con deberes. Ahora no se nace con derechos, hay que hacerse merecedor.
El profundo deseo de venganza después de los ataques del 11 de septiembre puso demasiadas cosas entre paréntesis, y todos fuimos cómplices.
Era previsible que lo que fue concebido como una medida excepcional para proveer seguridad después de un brutal ataque quedara convertido en discurso electoral. Era solo cuestión de tiempo antes de que cualquier político medianamente observador se diera cuenta de que el miedo y el resentimiento son la mejor plataforma desde la cual se puede hacer política. Fue en un abrir y cerrar de ojos como se dieron cuenta de que restringir derechos a cambio de prometer seguridad era un negocio en el que todos querían participar; que la restricción de esos derechos, que empezaba con los terroristas, fácilmente podría terminar con los simples opositores, con los incómodos.
Una cosa llevó a la otra y hoy, según muchas derechas, hay que ser un ciudadano ejemplar y disciplinado, más bien callado y obediente, trabajador y poco problemático, para ‘ganarse’ sus derechos. Su trabajo de normalizar sociedades en donde los derechos se volvieron prácticamente un privilegio está casi terminado.
Hacia donde uno mire, la ofensiva es clara: los republicanos estadounidenses y su intento de restringir el derecho al voto de las minorías o de criminalizar el aborto y limitar los derechos de las mujeres, los europeos queriendo convertir a los migrantes en ciudadanos de segunda con derechos de segunda, la derecha colombiana y su indiferencia y justificación de las ejecuciones extrajudiciales, la ofensiva mundial contra el derecho a la protesta, etc. Estas posiciones dejaron de estar en las márgenes y hoy son dominantes.
Lo de Al Qaeda fue una forma de profecía autocumplida. Un ataque a un Occidente sin principios y decadente, según ellos, terminó profundizando nuestra falta de principios y nuestra decadencia.
SANDRA BORDA