Le debemos a la Revolución sa la construcción de los términos políticos ‘derecha’, ‘izquierda’ y ‘centro’. La Convención Nacional estaba distribuida de la siguiente manera: a la derecha se sentaban los que defendían la potestad de la monarquía y de la Iglesia; a la izquierda, los radicales, que querían derrocar el sistema monárquico y religioso; y en el centro, los moderados, que conciliaban entre las demandas de sus dos vecinos. Es decir, desde sus origines, el centro ha tenido un carácter ambiguo al estar definido, parafraseando a Trotsky, más por lo que no es que por lo que sí es.
A pesar de su ambigüedad, el siglo XXI ha sido testigo de una aceptación del centro sin precedentes, porque ha sabido capitalizar una fatiga globalizada con respecto a las dos posturas políticas que dominaron el siglo XX. Sin embargo, el centro está lejos de representar una agenda política unificada, pues ha sido defendido desde todas las bandas del espectro ideológico.
Hace unos años, por ejemplo, el mundo vivió un auge de políticos que escudaron al centro en nombre de la llamada ‘tercera vía’: un movimiento socialmente de izquierda (v. g., libertades individuales) y económicamente de derecha (v. g., austeridad económica). Algunos ejemplos son Tony Blair, Bill Clinton y, en Colombia, Juan Manuel Santos. No obstante, en la orilla contraria hay una corriente política que también se autodenomina centrista. Me refiero a los movimientos demócratas cristianos que favorecen una postura económicamente de izquierda (v. g., el estado de bienestar) y socialmente de derecha (v. g., la moral religiosa). Y, para complicar todo aún más, también hay movimientos que se han hecho llamar de centro a pesar de defender posturas radicales. Algunos ejemplos son el Partido de Centro alemán, que simpatizaba con los nazis, o el Centro Democrático, un partido de derecha, a pesar de que Fernando Londoño haya sido el único en reconocerlo.
En pocas palabras, el centro cuenta con un nivel de legitimidad tan alto que ha sido avalado por agendas de todo el espectro político, lo cual ha generado una crisis representacional, pues cada vez es más difícil, para los ciudadanos, diferenciar entre ofrendas electorales. En definitiva, el centro es un concepto habitado por tantas contradicciones que fijarlo en una definición hermética es un proyecto imposible. De manera que el centro no es un concepto que existe por sí mismo; es decir, el lenguaje no descubre al centro, sino que lo crea. Y, por eso mismo, no existe un centro, sino centros.
Pero al reconocer la coexistencia de varios centros, no pretendo promover una coalición ‘tibia’, pues sus defensores reflejan diferencias tan profundas que el triunfo del uno significa, necesariamente, la derrota del otro. Pretendo, más bien, señalar que el auge del centro no se debe a una aceptación masiva de su ideología, sino a que políticos de todos los colores del espectro se han aprovechado de la alta legitimidad de la que goza la palabra ‘centro’.
Pero vaya uno y pídales a los políticos que se autodenominan de centro que se presenten como algo más que la antítesis de los extremos. De hecho, si algo tienen de bueno los extremos, es que ofrecen mayor claridad al ciudadano con respecto a su oferta política. De manera que la responsabilidad de destapar las verdaderas intenciones de los diferentes movimientos centristas cae sobre nosotros: los periodistas, los científicos sociales y demás. Pero la pregunta que debemos hacernos no es ¿qué es realmente el centro y cómo hacemos para implementarlo?, sino ¿cuál es realmente la oferta política de los que se hacen llamar de centro?
Santiago Vargas Acebedo