Generalmente, asociamos el movimiento Me Too al tuit viral de la actriz Alyssa Milano en octubre de 2017: “Si has sido acosada o agredida sexualmente, escribe ‘yo también’ como respuesta a este tuit”. Milano usó la etiqueta #MeToo días después de que saliera un artículo en The New York Times con las denuncias de acoso y abuso sexual contra el productor Harvey Weinstein. Su propósito era desplazar la conversación pública del punto de vista del depredador al de la víctima.
Desde ese día, el movimiento Me Too se ha circunscrito sobre todo al mundo del espectáculo. Hace unos meses se conocieron nuevas denuncias contra el célebre actor francés Gérard Depardieu y, más recientemente, contra el cineasta español Carlos Vermut. Así que, en nuestro imaginario, asociamos el Me Too al mundo de Hollywood o al de la industria cinematográfica: un mundo de mujeres blancas privilegiadas lejos de nuestra realidad. Sin embargo, el movimiento Me Too tiene un origen diferente.
En algunos artículos sobre el movimiento, periodistas hacen alusión a Tarana Burke, pero su historia no es muy conocida. Burke fundó el movimiento Me Too en 2006 y en su libro autobiográfico Unbound nos cuenta cómo edificó su trabajo de activista sobre esas dos palabras.
A veces olvidamos que el hecho de que toda una tradición de izquierda se haya organizado en torno a lucha de clases como principal contradicción social significó silenciar otros discursos.
Burke nació en El Bronx, Nueva York, el 12 de septiembre de 1963. Durante su infancia, cuando apenas tenía siete años, fue víctima de violación, hecho que la marcó profundamente. Tuvieron que pasar muchos años antes de que ella encontrara el valor de contar su propia historia. Durante su trabajo como activista por los derechos civiles en Selma, Alabama, empezó a ser abordada por adolescentes que también habían sido víctimas de violencia sexual, fue allí donde empezó a sentir la necesidad de decir “yo también”.
En su libro, Burke cuenta que fue muy criticada por denunciar casos de abuso sexual dentro de su comunidad. La acusaban de querer dividir el movimiento. De hecho, el trabajo que ella hacía con las víctimas de violencia sexual no era considerado un trabajo importante, lo clasificaban como “trabajo social”. A pesar de estar muy familiarizada con las historias de hombres negros acusados falsamente de abuso sexual por parte de mujeres blancas –son conocidas las terribles historias de linchamientos en la época de las leyes Jim Crow–, ella sabía que no denunciar implicaba destruir su propio cuerpo.
“Cuando se trata de violencia sexual en la comunidad negra, la cultura del secreto y el silencio es más compleja que el simple deseo de proteger al agresor. La larga historia de falsas acusaciones de violencia sexual contra hombres negros, junto con nuestra tumultuosa relación con las fuerzas del orden, es un factor. Y la clasificación de la violencia sexual como algo menor frente al racismo estructural y la pobreza agobiante también influye en lo difícil que nos resulta enfrentarnos al monstruo de la violencia sexual y llamarlo por su nombre”.
Un punto de inflexión en su trabajo fue cuando una persona muy respetada en su comunidad, el reverendo James Bevel, uno de los arquitectos del movimiento por los derechos civiles estadounidense y principal lugarteniente de Martin Luther King, fue acusado de pederastia. Algunas personas en su comunidad llevaban más de 30 años conociendo sus abusos, pero habían preferido quedarse calladas porque Bevel era considerado un “héroe” para el movimiento.
A veces olvidamos que el hecho de que toda una tradición de izquierda se haya organizado en torno a lucha de clases como principal contradicción social significó silenciar otros discursos. Pero ¿a qué costo? ¿Y qué tanto se ha avanzado a través de ese silencio? No mucho. Por eso considero que no es un peligro, ni una amenaza, que en la llamada izquierda empiecen a escucharse otras voces.
SARA TUFANO