Al calor de maestros bloqueando vías públicas, Samper (1997), Santos (2013) y Duque (2021) se vieron forzados a reajustar salarios de servidores públicos e incrementar presupuestos educativos. Esas istraciones lo justificaron como “logros” pro buena educación, pero resultaban de costos públicos del forcejeo sindical con maestros.
El presupuesto educativo actual bordea 5 % del PIB, similar al de países de la Ocde, pero continuamos con preocupante deterioro en calidad educativa pública, ahora agravada en pos pandemia. Este ha sido el resultado de educación pública capturada por intereses sindicales, tal como ocurre en el resto de América Latina.
La calidad educativa está en función de capacidad profesoral y de su adecuada remuneración. En Colombia ha hecho carrera la falsa idea de que los maestros están mal remunerados. Y concluyen que estamos en un círculo vicioso, pues aspirantes a maestros son aquellos con bajas probabilidad de ser exitosos en otras carreras más exigentes.
Pero resulta que la brecha salarial entre educadores públicos y profesionales de otras carreras se había reducido de 18 % a solo 10 % en la última década (Saavedra y Forero, 2018). Y, seguramente, los generosos reajustes públicos de últimos años mostrarán menores brechas salariales.
No obstante, las ganancias en calidad educativa de Colombia no han progresado ‘pari u’, sabiéndose que un 40 % de nuestros estudiantes de 15 años se vienen rajando simultáneamente en comprensión de lectura, matemáticas y ciencias básicas (Pisa, 2018). Así, la brecha educativa de Colombia respecto de mínimos globales Ocde es asombrosa, pues allí los rajados tan solo promedian 13 %. La situación actual es aún peor, pues se tienen señales de que la pandemia hizo particulares estragos educativos en América Latina. Por cancelación de pruebas Pisa-2021, el ensanchamiento de brecha educativa de Colombia tan solo se conocerá en 2023.
La alta deserción escolar y repitencia explican que un 60 % del alumnado de secundaria en Colombia supere la edad correspondiente. Y de allí la irrelevancia del “bachillerato clásico” para muchos de ellos; pero, aun así, seguimos anclados en 95 % a tal anacronismo. A pesar de tenerse opción de bachillerato vocacional (desde 1994), continuamos sin ofrecer alternativas educativas con pertinencia laboral, salvo por cortos cursos en el Sena. Para el grueso de estudiantes de bachillerato público, su cartón representa un ‘club de perdedores globales’, sin alternativas prácticas de vida vocacional.
La captura del sector educativo no para allí. Los propios estamentos jurídicos han terminado concediendo dos principios que atentan contra la buena calidad educativa: uno, los paros educativos se volvieron legales, violando el principio constitucional de servicio fundamental; y, dos, los maestros rehúsan ser evaluados en su desempeño. La baja calidad educativa también ha estado relacionada con ausencias por paros y no es casual que nuestra productividad sea una cuarta parte del referente global.
El mineducación Gaviria tiene entonces una oportunidad histórica para enderezar tal descalabro educativo. Pero esto requiere dar prioridad a determinantes estructurales, que no necesariamente corresponden a los de campaña petrista. Por ejemplo, gratuidad educativa superior o aniquilar Ser Pilo Paga son de segundo orden frente a educación de primera infancia o mejoramiento de calidad en secundaria (Barrera, 2022), para así reducir los simultáneamente rajados del 40 %.
Gaviria tiene el desafío de retomar en una ley educativa la evaluación de maestros y aprovechar una exitosa asociación público-privada, como lo ha hecho Bogotá. La calidad del mineducación radicará en su consistencia intertemporal entre su visión de lo público, dada su experiencia, con el sector educativo privado.
SERGIO CLAVIJO