Hoy hace cuarenta grados a la sombra en Madrid y la ciudad parece arder en un fuego invisible pero tenaz, que poco rebaja en las noches. Apenas media junio y ya el verano avienta sus fraguas a más no poder, lo que anuncia un verano temible y hace añorar los calores del trópico centroamericano, que en la memoria me parecen más piadosos.
Es el mismo ardiente viejo sol de encendidos oros que hacía huir a Rubén Darío hacia tierras de Asturias, adonde yo he venido, no en plan de veraneo, o de “hacer la cura”, como se decía entonces, sino para participar en la clausura de las tertulias de Campoamor, en Oviedo, y en la Feria del Libro de Gijón.
Las estancias de Darío en Asturias fueron tres, en 1905, 1908 y 1909, y sobre ellas ha escrito un libro el padre Julián Herrojo, antiguo rector de la basílica del Sagrado Corazón en Gijón, y hoy párroco del Santuario del Cristo de las Cadenas en Oviedo.
A finales de junio de 1905 llega a la aldea de pescadores de San Juan de la Arena, frente al puerto carbonero de San Esteban de Pravia, allí donde el río Nalón desemboca en el Cantábrico. En una crónica de la época se dice que tanto él como Vargas Vila “abandonaron Madrid, para hacer sus curas respectivamente”. “Hacer la cura” en los balnearios quería decir baños de mar y en fuentes termales, y beber aguas minerales en bien de la salud quebrantada.
Aún no cumplía los cuarenta años y amenazaba ya la cirrosis, presa de la neurastenia impenitente, para no hablar de los dolores de la vida. No iba, pues, huyendo solamente del calor aterrador de Madrid. Poco antes, el 10 de junio, había muerto de bronconeumonía su primer hijo, bautizado como Rubén, pero al que llamó “Phocas, el campesino” en uno de sus poemas: “Tarda a venir a este dolor adonde vienes, / a este mundo terrible en duelos y en espantos...”.
Estuvo con él las tres veces Francisca Sánchez, la madre del niño, enterrado en la aldea de Navalsauz, en la sierra de Gredos. La recordaría en otro poema suyo: “...hacia la fuente de noche y de olvido, / Francisca Sánchez, acompáñame...”.
Esa temporada asturiana de reparaciones espirituales y físicas de 1905 fue larga, y el 30 de agosto pudo presenciar, desde allí, el eclipse de Sol que describe en una crónica
“Los ardientes veranos iba yo a pasarlos a Asturias, a Dieppe, alguna vez a Bretaña”, anota en su autobiografía. Desprovisto casi siempre de recursos para un veraneo de los que se hacía en Dieppe, donde desde entonces se iba para ver y ser visto, prefería mejor aquellos parajes sin pretensiones turísticas, donde el río Nalón se abre en estuario, a los que se llegaba desde Oviedo en el ferrocarril Vasco Asturiano: “Me he venido a un rincón asturiano pequeño, solitario, sin más casino que ásperas rocas, ni más automóviles que los cangrejos...”.
En el mismo tren llegaron los primeros ejemplares de Cantos de vida y esperanza, con pie de imprenta del 23 de junio. La edición constaba de 500 ejemplares, pagados de su propio bolsillo, con lo que se ve que ni entonces, ni ahora, publicar poemas era ningún negocio. La factura de la imprenta era de 816 pesetas con 25 céntimos.
Esa temporada asturiana de reparaciones espirituales y físicas de 1905 fue larga, y el 30 de agosto pudo presenciar, desde allí, el eclipse de Sol que describe en una crónica, buen ejemplo para aprender a escribirlas:
“La luz se había ido poniendo rojiza, y flotaba sobre el mar y sobre la tierra como una extrañeza fantasmagórica... Al crepúsculo enfermizo que iba en progresión, sucedió una noche súbita, no de completa obscuridad, sino iluminada vagamente por uno como temeroso efluvio de luz. Vi los rostros de las gentes lívidos. Las gallinas habían buscado su refugio nocturno... en larga banda pasó un ejército de gaviotas, quizá en busca de los nidos. Un repentino frío invadió la atmósfera. Sentí un verdadero malestar físico y una innegable inquietud moral. Mis ojos contemplaban allá arriba un astro milenario, un meteoro de funestos augurios...”.
Y mientras Madrid hierve, pensemos en un eclipse que por unos segundos se lleve la luz incandescente del Sol.
SERGIO RAMÍREZ