Contratar gente en Colombia es difícil. Eso lo sabe todo el que lo haya intentado, tanto a escala de una gran compañía como a escala de una micro-empresa de menos de diez trabajadores. Pero la empresa grande, a diferencia de la micro, cuenta con psicólogos, abogados y profesionales en salud ocupacional que se encargan de la infinidad de detalles de la relación laboral. Mientras que el pequeño empresario atraviesa descalzo el campo minado del Código Sustantivo del Trabajo, al gran directivo las detonaciones le llegan subsumidas en el indicador de gestión del departamento de recursos humanos.
Es tan costoso y complejo cumplir a cabalidad la regulación que la mayoría de las microempresas prefieren operar bajo la sombra de la informalidad. Por eso, a la hora de diseñar las normas quienes más las padecen no son quienes participan en la discusión. Participa el empresariado formal, reunido en gremios como la Andi, que también las sufre, pero tiene cómo enfrentarlas (de hecho, la legislación laboral es una barrera de entrada al mercado que protege a los grandes de los pequeños). Participan también los sindicatos obreros, cuya razón de ser es abogar por mayor rigidez en la contratación. Y participan magistrados y legisladores que tampoco tienen mucho o con el universo de la informalidad. Estos últimos suelen centrar sus preocupaciones, en el mejor de los casos, en la protección directa de los derechos de los trabajadores y no en el beneficio indirecto para toda la sociedad que resulta de un mayor dinamismo emprendedor.
Hago estas reflexiones después de leer el recién publicado ‘Reporte ejecutivo de la Misión de Empleo de Colombia’. Su diagnóstico inicial lo conoce cualquiera que haya tratado de montar un pequeño restaurante o un taller de confecciones: el mercado laboral colombiano es ineficaz y disfuncional, y “obstaculiza el camino hacia una sociedad más próspera e incluyente”. Un país con nuestras tasas de desempleo e informalidad no puede darse el lujo de que una joven emprendedora diga, como escuché en estos días, que el mayor reto de su firma no es competir en el mercado, sino lidiar con los pormenores de la nómina.
El reporte de la Misión no se limita a denunciar esa disfunción. Le dedica mucho espacio a articular una propuesta para reducir el costo de contratar, no por medio de una liberalización del mercado a secas, sino a través de una modificación de la red de protección social para que las empresas asuman los costos directamente relacionados con el vínculo laboral (como los accidentes de trabajo) y la nación asuma plenamente los otros (como la salud en general). De esa forma se atacan las dos “dimensiones” del mercado laboral: crecimiento económico y bienestar social. Estas, insiste el documento, deben ser abordadas simultáneamente, no enfrentadas como fines excluyentes.
En esta columna, sin embargo, he subrayado la dificultad para contratar porque nuestros dirigentes –de todos los colores y partidos, no solo de la izquierda– tienden a utilizar la legislación laboral unidimensionalmente, no más como una herramienta para “lo social”. Por eso proponen medidas como reducir la jornada de trabajo, aumentar el salario mínimo por encima de la inflación, eliminar los contratos de prestación de servicios, etc.: propuestas que suenan ‘justas’, pero que no tienen en cuenta el impacto en el crecimiento económico. Y puesto que sin crecimiento no hay cómo financiar el bienestar, por esa vía seguimos perfeccionando nuestro disfuncional espejismo normativo. Es decir, un país de papel, en el que unos cuantos, muy pocos, gozan del crecimiento y el bienestar, y un país real –el de los desempleados, los informales y los jóvenes empresarios frustrados–, en el que millones carecen de ambos.
THIERRY WAYS