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Noticia

Una conversación para toda la vida

Sin el superpoder de dialogar, habremos perdido el árbol, la rama y el nido donde sentirnos en casa.

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PROFESORA DE ESCRITURA CREATIVA, COLUMNISTA Y ESCRITORAActualizado:

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Pues bien, más que todo ese tiempo andando con este señor que lleva la vida con tan buen humor y hace montones de cosas sin resoplar, me siento como un pájaro con árbol, semillas, viviendo bajo un cielo protector, todo eso al mismo tiempo. Y claro, lo más importante, sin saber si los tortolitos se pasan la vida discutiendo o echando chismes de los demás tortolitos, el mío y yo siempre tenemos de qué hablar. Aunque a veces pienso que el tema es que yo hablo como una cotorra y él escucha como un santo, o como uno de esos búhos de madera que ponen en los balcones de algunas casas. El caso es que es bueno escuchando y yo soy buena parloteando, otra de las razones por las que nuestra convivencia se acerca a su feliz mayoría de edad. En Ricardo he encontrado tierra firme, un lugar en el mundo y un cómplice con quien construir. Y todo esto nació y sigue creciendo gracias a la conversación sostenida que no hemos interrumpido más allá de los desacuerdos o malentendidos que nunca faltan.
Si lo pensamos un momento, entre los seres humanos todo surge de una conversación. Tanto la amistad como el romance, el compromiso profesional, la política, también las artes, los descubrimientos científicos, las alianzas comerciales o los acuerdos de paz. Me cuesta pensar en algo más importante que ocurra entre nosotros. Algo que, cuando se sostiene, sirve tanto para tender puentes, construir relaciones duraderas y amistades entrañables. Y, por otro lado, cuando se rompe lleva a pleitos, diferencias insalvables, incluso a la guerra.
Pero en un mundo que nos va llevando, como ovejas en un rebaño, a rodearnos solo de quienes piensan igual que nosotros, la conversación se estanca, deja de fluir, el mundo se paraliza. Por eso es tan importante abrir espacios como la Feria del Libro de Bogotá, los festivales, las bibliotecas, los puntos de encuentro, los centros comunitarios, pues más allá de qué tanto leen o qué tanto compran los ríos de gente que como hormigas atiborran un espacio como Corferias, lo que esto nos deja ver es que la gente tiene sed de hacer parte de una conversación; en realidad, de muchas.

Ortega y Gasset hablaba de “la barbarie del especialismo”. Pues bien, en un mundo que tiende a eso, con sus guetos y sus hinchas, sus pandillas de fanáticos de una misma idea, nos estamos perdiendo de mucho. El punto de vista de un científico, de un religioso o un filósofo sobre un mismo tema nos permite expandir la realidad, adquirir nuevas tonalidades, texturas y perspectivas desde donde cotejar y se compartir visiones. ¿No es, pues, la conversación uno de los mayores atributos de la civilización sino el mayor de todos?
La posibilidad de estar abiertos al diálogo entre culturas, ideologías, disciplinas e intereses nos expande la mirada mientras que “la barbarie del especialismo” nos encierra y aísla en un lugar cada vez más estrecho.
Mi querido y finado padre fue muchas cosas, pero fue sobre todo un gran conversador. No dudaría un segundo que fue ese don extraordinario el que le permitió construir tantas quimeras. Siendo rector de los Andes no se cansaba de repetir: “Universidad viene de universo, debe ser el espacio natural para el diálogo entre disciplinas y especialidades”. Cómo le haría de bien a tanto académico hiperespecializado, adoctrinado y adoctrinador poner en práctica esta máxima. Si perdemos el superpoder de dialogar, habremos perdido el árbol, la rama, y también el nido donde sentirnos en casa más allá de nuestras diferencias. 

(Lea todas las columnas de Melba Escobar en EL TIEMPO, aquí)

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