Al disponerme a escribir esta columna, ocho días después de superada la etapa electoral que finalizó el pasado domingo 19 y por primera vez, tras 50 años acudiendo sin falta a las urnas para ejercer mi derecho al voto, me alienta la firme convicción (hasta hoy inédita en jornadas de igual naturaleza) de que a las cinco y treinta minutos de ese día, cuando se supo, de voz oficial, que se había elegido Presidente de la República a un ciudadano de reconocida y destacada, pero también controvertida trayectoria política de izquierda, a partir de las 5 y media de esa tarde lluviosa, digo, literalmente toda Colombia, sin ufanos vencedores ni vencidos cabizbajos, se propuso cambiar el rumbo de su transcurso vital, y a fe que lo conseguirá.
Claro que no será de la noche a la mañana como se logre hacer plena realidad ese objetivo. Pero luego de una campaña como la que presenciamos 39 millones de ciudadanos, potenciales votantes incrédulos, desconfiados y estupefactos ante semejantes grados de ferocidad, antiética y bajeza como se batieron sobre la arena electiva en gran parte del territorio nacional, lo que alienta y cabe relievar en estos momentos es que, sin excepciones que valga la pena mencionar, las fuerzas políticas, económicas y sociales (partidos, movimientos, agrupaciones, dirigentes) están dejando ver la voluntad de aparcar su animadversión por quien piensa distinto y más bien avenirse a colaborar para el buen éxito del Gobierno central, recorriendo una ruta compleja, muy difícil y abarrotada de problemas sin tasa ni medida.
Claro que no hay cabida en este espacio de opinión para enlistar siquiera parte mínima de los temas que, como se ha conocido desde múltiples formas mediáticas, ya están demandando la atención de los gobiernos saliente y entrante en el empalme de rigor. Pero ello no obsta para encarecer, sí, la trascendencia que encierra, en primerísimo lugar, el propósito de conseguir que la paz pactada en los acuerdos de La Habana (por mala fortuna hoy estropeada) vuelva por sus fueros a todo lo largo, ancho y hondo del país.
Ese mismo país (apoyado por el mundo entero) que, por ejemplo, ira y agradece la digna perseverancia con que la JEP está demandando de las extintas Farc toda la verdad de su espantosa conducta guerrillera contra millares de inocentes víctimas de crímenes sin nombre. Y eso sin olvidar la abnegada tarea, próxima a revelarse en conclusiones, adelantada por la Comisión de la Verdad que preside un colombiano de excepción, el sacerdote Francisco de Roux.
Así, gratifica saber que más pronto que tarde hayan de superarse inenarrables tragedias cernidas desde siempre sobre inmensos sectores de la población, de preferencia: los más vulnerables como las gentes de color, hoy representadas en la Vicepresidencia por esta Francia valiente, ilustrada y alegre; los indígenas, las mujeres, los niños que padecen hambre y frío o calor de fuego, sin medios veredales para ir a la escuela; aquellos a quienes la corrupción que devora las entrañas más primitivas de la dignidad humana les roba el derecho al aire puro y al agua potable, a un plato de papas y un pocillo de leche que con frecuencia anegan los surcos agostados por “exceso de producción”, o aquellos otros inmersos de madrugada en las minas de carbón que jamás vuelven a la luz por culpa de “la autoridá” o mueren sobre una yarda de aluvión esperando nada en las orillas devastadas del lago de Tota.
Por eso aquí, en esta línea final, cabe repetirlo: dejando atrás odios y desconsuelo, con esperanza y buena vibra unidos por la Paz en la esencia de este país, todos lograremos, en Colombia, un futuro mejor.
VÍCTOR MANUEL RUIZ