El mundo es una guerra de monólogos. Por lo pronto, el debate es imposible. Pero las historias que contamos, mientras tanto, denuncian farsas, alivian duelos, revuelven estómagos, desmontan prejuicios, recuerdan que el lío de fondo es lo humano. Por ejemplo: está el relato de cómo los gobiernos gringos tejieron, mentira a mentira, la tragedia de la guerra de Vietnam, pero cómo su prensa, de The New York Times a The Washington Post, puso en escena la verdad. El analista Daniel Ellsberg, que filtró a los dos diarios el estudio que probaba el montaje macabro, explicó una vez: "¿Por qué nos quedamos en Vietnam si sabíamos que estábamos perdiendo?: el diez por ciento fue para ayudar a los survietnamitas, el veinte por ciento fue para contener a los comunistas y el setenta por ciento fue para evitar la humillación de una derrota americana". Allá y acá, entonces y ahora, pasa igual. Pagamos cara la soberbia de los líderes.
"¿Tantos chicos muertos para evitar una humillación?", se preguntaba el valor civil de Ellsberg. "No lo supero". Porque es fácil entender las medidas gubernamentales que vienen del fanatismo o de la corrupción –o sea, de la ceguera o del cinismo–, pero resulta desolador notar que detrás de las decisiones de vida o muerte de ciertas presidencias no está "la defensa de la democracia" ni "la celebración de la vida", sino la terrible voluntad de vender como sea una amañada versión de los hechos. El gobierno de Duque desdeñó el pacto con las Farc, sin pensarse las vidas en juego, porque vino a vengar al uribismo. El gobierno de Petro escucha a lo lejos las súplicas de los firmantes de paz porque es imposible escuchar cuando no se para de hablar. Es igual allá y acá: se va el tiempo de todos en imponer, a la brava, un simulacro.
Se ejerce esa política bestial, desmoralizadora, que es lo contrario a la compasión. Se le echa toda la culpa al pasado.
Qué ha habido detrás de estos treinta meses imperdonables –pregunten cómo ha sido la vida en los consultorios, los hospitales, los laboratorios, las salas de espera, las líneas de atención, las familias de los pacientes– que no nos trajeron la rehabilitación ni la reforma, sino el empobrecimiento del sistema de salud: ¿ha sido ceguera o ha sido cinismo? Ojalá haya sido alguno de los dos. Ojalá haya sido, en el mejor de los casos, una suma de fe en la causa e ignorancia intrépida: una ineptitud. Pero en las redes, en donde ha sucedido buena parte de este gobierno, solo se alcanza a leer una gritería contra cualquiera que se atreva a señalar arbitrariedades e inconsistencias en el manejo de nuestra salud, porque ejercer el poder es –también así lo entiende Trump– decretar una "realidad" entre comillas: tapar algún Vietnam.
Es de manual. Se ejerce esa política bestial, desmoralizadora, que es lo contrario a la compasión. Se le echa toda la culpa al pasado. Se insiste acá y allá en el odio a los medios "corporativos", "tradicionales", con la hibris con la que Nixon odiaba a los periódicos que revelaron sus engaños. Se cuenta con que pocos tienen tiempo para ver el desastre: "¿Has visto la última encuesta de Gallup?", pregunta Ben Bradlee en Todos los hombres del presidente, "la mitad del país no ha oído nunca la palabra Watergate". Se promueven las posverdades, o sea las mentiras con principio, medio y fin, en las redes de esos señores feudales virtuales –Musk, Zuckerberg, Bezos– que parecen apostándolo todo al fin de la democracia. Se grita "si no le gusta el país, váyase". Se ve al que critique como un daño colateral en la tarea de evitar la humillación.
Y luego, cuando les conviene, cuando pierden el poder, que tarde o temprano se pierde, el periodismo vuelve a caerles bien.
Al periodismo, que existe, debe darle igual. Venga lo que venga, grite quien grite, hay que seguir contando historias verdaderas e innegables.