El fallecimiento del gran Alí Humar me cogió fuera de base, pues en los últimos días parecía que empezaba a mejorar, así fuera mínimamente, lo cual alimentaba una pequeña esperanza. Infortunadamente no resistió y hoy nos toca despedirlo desde la distancia y con el corazón en la mano.
Alí era un tipo vehemente en sus enojos y en sus alegrías, en sus lamentos y en sus celebraciones. Fueron muchas las veladas que compartimos con él y su adorada Guiomar en Harry’s Bar, en la célebre mesa redonda donde nos congregábamos por iniciativa de Yamid Amat, y por la que pasaban los más variados personajes de la farsándula nacional –unos, simpáticos; otros, muy destemplados–, con los que solíamos repasar la actualidad a punta de primicias, secretos a voces, anécdotas y apuntes, que hacían de esas tertulias unas ocasiones inolvidables.
Mis primeros recuerdos de Alí se remontan a los años 70, cuando lo veía como protagonista o antagonista de las más célebres producciones de la televisión en blanco y negro, sin llegar a imaginar que varias décadas después terminaríamos de contertulios en aquellas entretenidas noches bogotanas.
Despedir a un amigo es lo más parecido a decirle adiós a un familiar; al fin y al cabo, como se dice sabiamente, “los amigos son los hermanos que uno elige”. Y debe ser por eso que, en circunstancias como esta, cuando tenemos la muerte tan cercana, resulta inevitable pensar que estamos aquí de paso; que más tarde o más temprano a uno también le va a llegar el turno.
Cuando tenemos la muerte tan cercana, es inevitable pensar que estamos aquí de paso; que más tarde o más temprano a uno también le va a llegar el turno.
Cuando hace unas semanas dije en este mismo espacio que la llegada de junio me agarraba cansado, lejos estaba de sospechar que me esperaba, además, un mes de despedidas, de adioses definitivos. En los últimos diez días han fallecido muchas, demasiadas personas conocidas –unas más cercanas que otras– a las cuales me habría gustado darles un último saludo, un abrazo o un apretón de manos.
La mayoría pertenecía al mundo del periodismo, del arte o de los medios, lo cual nos hacía cómplices, colegas o compinches. Y, excepto en un par de casos, a quienes la muerte no los sorprendió, todos se fueron en cuestión de días, o, incluso, de un momento a otro. Lo curioso es que, al contrario de lo que se podría suponer, el único que murió víctima del covid fue Alí. Otros padecían achaques múltiples que no tenían nada que ver con el ese mal, otro murió de un cáncer que no parecía tan grave y uno más fue víctima de un infarto fulminante.
Este último caso me revolvió las tripas, porque en estos tiempos de pandemia parece que nos olvidamos de otras enfermedades delicadas, muchas de ellas silenciosas. Además, creemos que al protegernos contra el virus ya estamos a salvo y olvidamos que la vida sigue siendo tan frágil como antes de la llegada del bicho.
Al mismo tiempo, me temo que todos estos meses de convivencia con el virus de marras nos han distorsionado el sentido y el significado de la vida. Baste recordar que hace apenas un año, con treinta muertos al día, todos vivíamos ‘paniqueados’, encerrados y pensando en el apocalipsis, y en cambio hoy las casi 700 víctimas diarias son apenas un registro rutinario en un boletín del Ministerio de Salud o una nota breve en los periódicos. ¿Es lógico que todos sigamos nuestras actividades cotidianas como si nada?
¿Cómo es posible que nos aterremos porque el colapso de un edificio de Miami puede dejar un saldo de unos 150 muertos, y olvidemos que aquí, cada día, el covid cobra en vidas el equivalente al desplome de cuatro torres como esa? (Ojo: lo grave no es que lamentemos el drama que se vive allá, sino que asumamos como normal la tragedia de acá.)
En fin, más allá de números y estadísticas, y de que se trate de amigos o de desconocidos, lo cierto es que la muerte sigue estando a la vuelta de la esquina. Y no solo por culpa de la pandemia.
VLADDO