La semana pasada, en medio de las estruendosas discusiones sobre las más visibles reformas propuestas por el Gobierno Nacional, fue aprobada la esperada ley contra el ruido en la plenaria del Senado colombiano. Fue el representante a la Cámara Daniel Carvalho, antioqueño e independiente, quien no solo logró reunir en un solo proyecto todas las normas que defienden a la ciudadanía de la contaminación sonora, sino que de paso consiguió liderar una iniciativa fundamental que puede significar una verdadera transformación cultural en un país habituado a la algarabía, al alboroto y a callar ante los alborotadores para no meterse en problemas.
Buena parte de nuestra sociedad, en las principales ciudades del país, se había resignado a soportar –entre la frustración y la indignación– que constante e impunemente se superaran los niveles máximos de emisión de ruido. Parlantes, carros, motos, pólvora: la ciudadanía solía quejarse de puertas para adentro y callarse sus molestias, en vez de enfrentar a los ruidosos, porque los reclamos podían ser recibidos de la peor manera y resultaba una proeza que las autoridades aparecieran a recobrar el orden, pero, en buena hora, la nueva ley pone a las alcaldías y a los ministerios de Ambiente y de Transporte a vigilar, a prever y a reducir el ruido.
Sigue, ahora, la tarea de poner en marcha la ley: de hacer realidad, sobre la base de nuevas políticas y sistemas de vigilancia, la cultura del respeto por el silencio de los demás. Resulta importante que los nuevos comparendos por invadir de ruidos a los vecinos en los barrios y en los edificios alcancen desde ahora los 16 salarios mínimos. Pero sobre todo que el tema del ruido, que suele aparecer en los medios en forma de noticias trágicas y absurdas, no se siga tomando como un mal con el que tendremos que convivir –una colombianada–, sino como una costumbre perturbadora de la convivencia que ya es hora de conjurar.