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Cuatro décadas después

Los aprendizajes acumulados deben llevar a replantear de fondo la lucha contra las drogas.

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Pero era ingenuo creer que un negocio ilegal que se nutría del mundo del crimen y cuyas cadenas de valor a su vez alimentaban otros ámbitos del delito no iba a pasarle, tarde o temprano, una dolorosa factura al país. Ha sido una tragedia. Conforme fue creciendo el mercado de la cocaína y de la marihuana, surgieron también las escuelas de sicarios, el mercado ilegal de armas y mercenarios y la corrupción, que se instaló, por desgracia, en todas las esferas del Estado. Hay que mencionar, igualmente, su impronta en la cultura –el gusto por el dinero fácil–, el daño ambiental y el deterioro del capital social.

Lo cierto es que conscientes del monstruo en ciernes, Lara y varios en su momento –jueces, magistrados, políticos ejemplares, de la Fuerza Pública, entre tantos otros– emprendieron la necesaria y valiente batalla contra esta amenaza hasta entregar su propia vida. En línea con la que era la visión compartida por buena parte del planeta sobre cómo abordar el problema, Colombia, gracias a estas personas, comenzó a actuar: Lara impulsó legislación y acciones concretas para destapar el alcance de los tentáculos de los mafiosos. El verse confrontados los llevó a mostrar su verdadera condición. Pablo Escobar no dudó entonces en ordenar su asesinato por haber dicho en voz alta lo que no salía de los corrillos: que el representante a la Cámara suplente por Antioquia era en realidad el cabecilla de una poderosa organización dedicada a traer la coca de Bolivia y Perú, procesarla en el país y enviarla al mercado de Estados Unidos.
Cuatro décadas después del asesinato de Rodrigo Lara Bonilla, el monstruo del narcotráfico, con nuevos ropajes, sigue ahí. Se requiere afrontarlo con un abordaje integral
Su lamentable crimen fue el inicio de una época oscura para nuestro país. Se planteó una guerra sin cuartel contra los narcotraficantes, pero rápidamente Colombia pasó a ser productor de hoja de coca. Una maldición, pues la llegada de estos cultivos a zonas en su mayoría de frontera agrícola y olvidadas por el Estado fue macabro combustible para diferentes guerrillas y otras maquinarias criminales que hoy padecemos. Cuatro décadas después es desolador constatar que, con nuevo ropaje, el narcotráfico, como poderoso factor de desestabilización institucional y de deterioro social, sigue ahí.
Esta realidad confronta. Es evidencia suficiente de que el abordaje del desafío que eligió el planeta bajo la batuta de Estados Unidos debe revisarse. En Colombia los cultivos arrasan bosques, a la par que alimentan la insaciable codicia de poderosos grupos armados que tienen en la acumulación de capitales mal habidos y de poder sobre la vida de las comunidades su único y gran aliciente. El Estado, de otra manera, ahora en la periferia, ya no en el centro, vuelve a verse seriamente desafiado y por momentos alcanza a parecer impotente. Basta ver las recientes imágenes de grupos armados patrullando vías principales.
A nivel mundial el nuevo camino no parece claro, menos a la luz de los resultados opacos que han tenido aquellos países que le han apostado a un enfoque distinto, y del abismo que separa a quienes se mantienen en la respuesta represiva y quienes defienden nuevos enfoques. En nuestro país, el actual gobierno quiere también variar el enfoque, pero el costo de abandonar el que se tenía sin contar con una estrategia clara y robusta que lo sustituya cada vez preocupa más: las organizaciones delictivas siguen creciendo, y su fortalecimiento va de la mano del negocio del tráfico ilícito de drogas.

El desafío es enorme. La salida tiene que ser integral. Debe abordar el problema desde la salud pública, pero también desde la obligatoria contención con todo el poder del Estado contra las organizaciones criminales. Tiene que ser también concertada a nivel de la comunidad internacional.
Cuarenta años después puede que no esté clara la fórmula, pero sí lo está qué es lo que no da resultados. Esto de alguna manera es una ganancia. Lo que venga ahora debe obligatoriamente incorporar los aprendizajes de estas décadas, y estos pasan necesariamente por una distribución diferente de las responsabilidades entre países productores y consumidores, preguntarse más qué factores generan tanta demanda, por una presencia estatal sólida y duradera en las zonas donde proliferan cultivos –lo que implica un balance entre la estrategia social y el uso de la fuerza para frenar el fortalecimiento de los criminales–, por acciones más efectivas contra el lavado de capitales como resultado de la cooperación entre gobiernos y, finalmente, por entender que el narcotráfico se alimenta, ante todo, de sociedades divididas. Lo que no se debe jamás es declinar la lucha, porque el monstruo es más grande cada día,

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