Las desgarradoras imágenes de las familias que perdieron a uno de sus seres queridos en la más reciente masacre de estudiantes en Uvalde, Texas (Estados Unidos), se siguen pasando por los medios de comunicación como un recordatorio brutal de la incapacidad de la sociedad estadounidense para poner fin a uno de sus más dolorosos y delirantes problemas. Esta vez fue un joven de 18 años recién cumplidos, de nombre Salvador Rolando Ramos, quien ingresó a la escuela de esta localidad y accionó dos poderosísimas armas para asesinar a 19 niños, de entre 9 y 10 años, y a dos de sus profesores. Luego cayó abatido.
Fue el mismo muchacho que ese día le había disparado a su abuela en el rostro y, según sus perplejos compañeros, venía presentando un comportamiento particularmente agresivo y errático. El mismo que sufría de acoso por su tartamudeo y que pocas horas antes de su llegada armado a la Robb Elementary había dejado escalofriantes mensajes en sus redes sociales sobre la atrocidad que pensaba ejecutar. Ramos esperó cumplir los 18 años para comprar dos rifles de asalto AR-15 y 375 rondas de municiones (sí, ¡375!) para perpetrar la segunda peor matanza en un colegio desde la de Sandy Hook, en la que murieron 20 niños y seis adultos en 2012.
Y fueron invitados, como siempre, los expertos a hablar de la masacre, a hacer diagnósticos sobre las rupturas familiares que llevan a estos desenlaces, la soledad de los adolescentes, el desarraigo, la pérdida de valores, drogadicción, videojuegos, la precaria salud de sus mentes expuestas e, incluso, el impacto del covid en el aumento de este tipo de fenómenos. Todo razonablemente cierto y comprobable. Pero, en el fondo, los estadounidenses saben que el detonante de esta tragedia cotidiana de muerte y desesperanza es el libre a las armas de fuego en su país, una realidad impuesta con la fuerza de una enmienda constitucional y que amplios sectores defienden, incluso, por encima del derecho a la vida misma.
Un informe publicado por EL TIEMPO elabora una completa radiografía. Desde 1999, cuando se empezaron a generalizar estos “tiroteos” –como prefieren llamarlos en ese país–, con la masacre de Columbine, se han documentado 336, que han dejado 185 niños muertos. Del 2009 al 2017 se registraron un promedio de 10 episodios al año. Pero desde entonces, excluyendo el 2020, año del confinamiento pandémico, los casos se incrementaron a 33. En el 2021 se produjo la cifra récord, de 42. Este año van 24, y apenas termina mayo.
Lamentablemente, ni los republicanos, que son quienes más defienden el libre , ni los del macabro lobby de armas ni los de la nefasta Asociación del Rifle han dado su brazo a torcer para permitir al menos un mínimo control; y los demócratas, que parecen más conscientes, no han sido contundentes por miedo a perder apoyos políticos, en especial en zona rural. Ningún otro país tiene más armas que habitantes, como pasa en EE. UU.: 120 por cada 100 habitantes.
Entonces, solo queda esperar que baje la conmoción por el “tiroteo” de Uvalde para volver a conmoverse por el que fatídicamente vendrá. Un estéril ritual de impotencia y dolor, que ojalá despierte conciencia de que hay que detenerlo.
EDITORIAL