Los augurios alcanzaron a ser pesimistas. Tras la muerte del papa Francisco, que si bien conquistó el corazón de millones también tocó fibras sensibles que le granjearon no pocos enemigos, incluso en la propia curia romana y en el Colegio Cardenalicio, varios especularon con un accidentado proceso de elección de su sucesor. Se creyó que la división entre supuestos bandos haría difícil llegar al consenso necesario entre los cardenales.
No fue así, para bien de la Iglesia católica. Luego de apenas cuatro votaciones en un lapso de 24 horas, el humo blanco, en la mañana del jueves pasado, anunció que el jesuita argentino ya tenía sucesor: el estadounidense Robert Francis Prevost. Agustino, de 69 años, el exobispo de Chiclayo, en Perú, donde se nacionalizó, quien escogió el nombre de León XIV y se dejó ver con los ornamentos que su antecesor no quiso utilizar trece años atrás.
El talante de su pontificado se irá revelando con el tiempo, pero ya hay varias cosas claras. La más evidente es que va a seguir caminando por la senda abierta por Francisco, del que fue muy cercano y quien sorprendió, en su momento, al nombrarlo en el Dicasterio para los Obispos. En un planeta marcado por la polarización y muchos liderazgos que buscan dividir, así como por la dificultad creciente para llegar a consensos mínimos, León XIV en sus primeras palabras habló de paz y de puentes, en lugar de muros. Hay razones para creer que también se la jugará por la escucha en lugar de la estridencia y por la compasión en cambio de los señalamientos inmisericordes. En este orden de ideas, se puede prever que más que aliado de líderes como el presidente de su país, Donald Trump, será una figura que invitará a la reflexión incisiva. Basta ver sus escasas publicaciones en redes para hallar desacuerdos profundos en temas tan sensibles como la migración.
De posturas más bien moderadas –por lo poco que se sabe– frente al aborto y el matrimonio igualitario, no se espera que sea donde más revuelo genere. Su experiencia pastoral y misionera con los marginados en países en vías de desarrollo, Perú principalmente, le ha dado en cambio una sensibilidad social que será fuente de autoridad moral a la hora de pronunciarse en defensa de los excluidos. La desigualdad, la migración, la crisis climática, la carrera armamentista y la corrupción serán, seguramente, tópicos recurrentes de sus pronunciamientos y homilías. Y al contrario de Juan Pablo II, quien supo hacer frente común con las potencias occidentales en su lucha contra los abusos del comunismo, y más en la línea de Bergoglio, es de esperarse que, como decía el argentino, “arme lío”. Estará, coinciden los expertos, del lado del evangelio, que incluye la mediación y la búsqueda de la paz en los conflictos que hoy llenan al mundo de ansiedad. Exclamó León XIV ante una abarrotada plaza de San Pedro que el mal no prevalecerá. Queda la pregunta, y pronto se sabrá: quiénes y qué entra bajo ese paraguas. Por lo pronto, nadie se dio por aludido.
El gran reto entonces para el nuevo pontífice pasará por mantener el rumbo de la barca de la Iglesia hacia el destino sinodal que señaló el pontificado de Francisco. En términos contemporáneos: volver a lo básico, a la humildad, la libertad individual y la misericordia, lejos de la codicia, el anhelo de poder terrenal y la ostentación. A una lógica más horizontal que vertical marcada por lo comunitario, mucho más que lo jerárquico. Pero también con un ingrediente importante de carisma, entendido como una actitud permanente de escucha, calidez, sonrisa y cercanía.
En días en que los líderes se muestran los dientes y en los que abundan los relatos desoladores que auguran un futuro aterrador, cualquiera que hable de esperanza, puentes y amor avanza a contracorriente
Clave también será la coherencia. Sobre todo en lo que tiene que ver con la pedofilia en la Iglesia. Los fieles y la gente en general no aceptarán que se muestre cercano a las víctimas de guerras y desastres sin asumir la misma actitud con quienes han visto sus vidas destrozadas a causa de los abusos de algunos sacerdotes. En este aspecto se esperan pasos sólidos hacia la transparencia, celeridad y resultados en los miles de casos, así como cambios urgentes –cosa difícil por la inercia de una institución milenaria– en cómo se concibe y funciona el poder en la Iglesia para que se extirpe de raíz este horrible flagelo. Para ello, reiteramos, la clave está en la sinodalidad que tanto desveló a Francisco. Deberá, así mismo, enfrentarse al complejo desafío de sanear y traer más claridad a las finanzas del Vaticano, que atraviesan días de vacas flacas. Esto quizás implique renuncias a lo material, pero con réditos en lo espiritual y en lo pastoral: serán muchos los que sientan atracción por una Iglesia más de parroquias que de palacios.
En días en que los líderes se muestran los dientes, en que las redes sociales son lugar para el desencuentro y la disputa y en que abundan los relatos desoladores que auguran un futuro aterrador, cualquiera que hable de esperanza, puentes y amor avanza a contracorriente. Y es una buena noticia que quien lo haga sea nada menos que el sumo pontífice de la Iglesia católica, aún de enorme influencia.
EDITORIAL