Murió hace dos días, a los 80 años, el legendario baterista de los Rolling Stones: el brillante, discreto y confiable Charlie Watts. Ninguno de estos adjetivos, que suelen ser clichés de los obituarios, sobra en este caso, pues con la muerte de músicos pioneros como Don Everly, de los Everly Brothers, o Larry Harlow, de la Fania, resulta inevitable pensar que están yéndose las figuras fundamentales de una revolución musical que –del rock and roll a la salsa– no solo fue un llamado de fondo a sacudir las viejas jerarquías, las viejas costumbres, sino que, además, llevó la canción popular a un esplendor que pocas veces se da en la historia de las diferentes artes.
El guitarrista inglés Mark Knopfler lo explicó mejor que nadie en sus redes sociales: “Una gran banda suele tener un gran baterista cuya individualidad y cuyo estilo se vuelven una parte esencial del carácter de su música”, escribió, “The Beatles tuvo a Ringo Starr, The Who tuvo a Keith Moon, The Band tuvo a Levon Helm, Led Zeppelin tuvo a John Bonham y The Rolling Stones tuvo a Charlie Watts”. Ante la noticia de su muerte, precedida hace un par de semanas por el anuncio de que no acompañaría al grupo en su gira de este año, sus pares estuvieron de acuerdo en retratar a Watts como un hombre “fantástico”, “elegante”, “irremplazable”, “único”, “caballeroso”. Pero no perdieron la oportunidad de reconocerle su papel en la historia y la leyenda del rock.
Adoró el jazz. Tocó el bajo alguna vez. Desde que entró a la banda, en 1963, se convirtió en su espina dorsal, pero, no obstante la fama abrumadora que lo acompañó desde entonces, prefirió vivir una vida de puertas para adentro: siempre tuvo una misma familia con una misma esposa, Shirley Ann Shepherd, en un mundo superpoblado de groupies y de aduladores, y sobrevivió a las crisis y a las adicciones gracias a una vocación a contenerse a punta de dibujar y de llevarle el ritmo a una de las bandas más grandes de la historia. Es claro que será escuchado para siempre.
EDITORIAL EL TIEMPO