Hay situaciones paradójicas, absurdas e inexplicables, que pintan cómo la humanidad afecta la naturaleza. El cóndor de los Andes, negro y blanco, con su bufanda de nieve, es el ave majestuosa más grande que surca los cielos. Es símbolo de varios países de América Latina. En Colombia es signo de libertad y posa en nuestro escudo nacional.
Por todo ello, debería ser protegido como un tesoro. Pero la realidad es que el cóndor andino sigue su camino hacia la extinción, en el que viene desde hace varios años. Es verdad que, parodiando a Álvarez Gardeazábal, ‘cóndores no entierran todos los días’, pero este acto triste se hace cada vez más frecuente por muchas razones, entre otras, porque a veces son más rapaces los hombres que ciertas aves. Según lo señala una crónica de este diario el pasado 17 de julio, en junio de este año murieron tres en el páramo del Almorzadero, en Santander, por envenenamiento.
Eso es grave y muy preocupante, pues, de acuerdo con el último censo hecho en febrero pasado por la Fundación Neotropical, Parques Nacionales, Wildlife Conservation Society y el Fondo Mundial para la Naturaleza, en 44 de los 84 sitios avistados solo se hallaron 63 aves. Y, según expertos, encontrar menos de 100 cóndores es grave.
Pero es la triste realidad. La pérdida de páramos, la reducción de su alimento natural –la carroña–, la persecución de los humanos, la destrucción de sitios de anidación, además de que son de reproducción muy baja, juegan en contra.
No solo es un ave símbolo y única, que debe ser un orgullo nacional, sino muy importante para los ecosistemas como para la vida humana. Evitar que su extinción se acelere tiene que ser un propósito de las instancias legislativas, judiciales y ejecutivas. Además de gobernadores y alcaldes. De todos. No puede ser que las nuevas generaciones solo los conozcan en pintura. Y, de paso, proteger a los ambientalistas, que también son atacados con frecuencia.
EDITORIAL