Desde el comienzo de la semana se habló de la posible renuncia de la ministra de Minas y Energía, Irene Vélez. Por meses se le criticó no solo la ostensible falta de experiencia en un sector que se encuentra en el centro de las propuestas del Gobierno, sino que se le señalaron una serie de salidas en falso –desde declaraciones confusas hasta desencuentros en su equipo– que enrarecían aún más el clima político del país.
Habría que decir que en ocasiones las críticas que se le hicieron a la exministra Vélez pasaron a un terreno personal, pero que, luego del mal sabor que ha dejado la noticia de la vinculación de su marido con el Estado colombiano y, en especial, de las investigaciones que se le han abierto por el pulso indebido que al parecer libró con funcionarios de Migración Colombia para la salida del país de su hijo, ha hecho bien en renunciar.
Quedan numerosos aprendizajes del turbulento paso de Vélez por el ministerio. Primero: que, más allá de que lo permita la ley, la contratación estatal de parientes de altos funcionarios envía un mensaje de nepotismo que no le conviene a una sociedad que durante décadas ha pedido a gritos una meritocracia. Segundo: que buscar tratos excepcionales, como si se tratara de las prerrogativas del servicio público, es una indelicadeza que desdibuja a los empleados estatales e indigna a los ciudadanos. Tercero: que, luego de tantas declaraciones a la defensiva, resulta de suma importancia afinar las comunicaciones del Gobierno, de tal modo que vengan de la claridad y sean el resultado del conocimiento.
Pero quizás la reflexión más pertinente, luego de conocida la noticia, sea que esta es una oportunidad para que se nombre a una figura más técnica, más experta, en un ministerio que lidera una de las principales banderas del Gobierno: la necesaria transición energética. Que una persona idónea llegue a capitanear semejante barco es lo mejor que puede pasarle a un sector que trata de crecer y reinventarse.
EDITORIAL