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Mundial bisagra

A todos conviene que en torno de la cita deportiva se den reflexiones sobre ética e injusticias.

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Nunca antes el comienzo de una Copa del Mundo había estado acompañado de tanta controversia. El que mañana se inicia con el juego entre Catar, país anfitrión, y Ecuador, en el estadio Al Bayt de Jor, es un Mundial con vocación de bisagra entre dos épocas.
Los serios y fundados cuestionamientos que en estos días han aflorado y apuntan al polémico proceso que le permitió a este emirato el derecho a organizar el evento más importante del deporte mundial dejan claro que cada vez es más corta la distancia que separa a la fiesta deportiva del entramado político y económico que la sostiene.
Durante décadas existió este abismo. Ya es menor, y esta es una buena noticia. A todos, salvo a los inescrupulosos que se han lucrado, nos conviene que detrás de la fiesta que une naciones, del juego que es esperanza y luz para millones de jóvenes, haya una organización ejemplar, digna de la pasión bella y genuina que despierta el deporte rey.
Porque hay que recordar cómo durante muchos años la institucionalidad del balompié en el mundo aprovechó de forma astuta que para millones de aficionados una cosa era el juego, y otra, el negocio. La pelota y sus emociones eran cortina para impedir que la sociedad y los Estados –muchos por inaceptable omisión– pusieran sus ojos en cómo se maneja este deporte.
Cada vez es más contundente el clamor por la transparencia, la rendición de cuentas y la integridad, sobre todo a partir del escándalo del ‘Fifagate’.
El que ya exista un término para describir lo anterior, sportswashing en inglés (‘lavar con deporte’ sería la traducción) demuestra que los tiempos han cambiado. Qué bueno que sea así. Cada vez es más contundente el clamor por la transparencia, la rendición de cuentas y la integridad, sobre todo a partir del escándalo del ‘Fifagate’. Cada vez incomoda más el argumento de que el fútbol es ajeno a la realidad del lugar en donde se juega, cada vez es más inaceptable el apelar a que es un negocio privado para evitar cualquier escrutinio. Cada vez son más impresentables y más señalados los vínculos que algunos de sus directivos tejen con el poder político y judicial, en ocasiones para mutuo beneficio.
Es positivo, entonces, que hoy se hable por igual tanto de la oportunidad que tiene Lionel Messi de levantar por fin la Copa, del último torneo mundial de Cristiano Ronaldo y de la sed de desquite con la que llega Brasil como de que los estadios fueron construidos por obreros en condiciones laborales absolutamente precarias (según el diario británico The Guardian, más de 6.000 habrían muerto); de que en este país sigue vigente una legislación que viola derechos fundamentales de las minorías, como sucede con la comunidad LGBTIQ, y de las mujeres y de que existen serias denuncias de posibles sobornos con los que Catar habría conseguido este derecho.
Poco a poco, la Fifa ha entendido y ha asumido esta realidad con bienvenidos cambios en su estructura y funcionamiento. Es fundamental que este proceso siga. Por eso, en las semanas que siguen hay que recordarles a sus actuales cabezas que la fiesta en la cancha que brindan futbolistas ajenos a los tejemanejes del negocio se puede disfrutar, pero que este goce ya no implica desconocer o pasar la página de lo que para el mundo ya no es tolerable. Que Catar sea el último Mundial de la vieja época del fútbol.
EDITORIAL

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