Las tensiones entre el régimen de Daniel Ortega y su esposa, Rosario Murillo, y la Iglesia católica vienen en aumento. Si bien datan de tiempos de la revolución sandinista, en las últimas semanas parece claro que la dictadura cruzó otro límite. Otra línea roja.
Primero fue el allanamiento, a comienzos de la semana pasada, de la iglesia del Niño Jesús de Praga en Sébaco, norte del país, por la policía mientras en ella se celebraba una eucaristía. La excusa era el decomiso de los equipos de la emisora católica que originaba su señal desde este lugar. Horas antes, el Gobierno había ordenado el cierre de las cinco estaciones de radio católicas que funcionan en la diócesis de Matagalpa.
A cargo de dicha diócesis está el obispo Rolando Álvarez, uno de los prelados más consistentes y severos en sus críticas a los evidentes abusos de la dictadura. Fue Álvarez el protagonista del segundo episodio: policías le impidieron salir de su residencia el jueves pasado para celebrar una misa en la catedral de Matagalpa. “Si un miembro sufre, todos sufrimos con él”, afirmó la Conferencia Episcopal del país sobre este caso.
Lo dicho: ambos sucesos aumentan la tensión entre el clero y el régimen, que no ha dudado en calificar a los obispos, en voz del propio Ortega, de terroristas. En los últimos días se han contabilizado más de 200 actos hostiles de la Policía contra de la Iglesia, que se suman al exilio forzado del obispo Silvio Báez, al del párroco Edwin Román, a la condena a prisión de dos sacerdotes y a la expulsión del nuncio Waldemar Sommertag el pasado mes de marzo. Son frecuentes las denuncias de acciones hostiles de las autoridades cerca de templos.
Ante el asedio, no son pocas las voces que claman a Roma una condena severa. Analistas creen que el papa Francisco ha optado por la prudencia, en un cálculo que pretende no estropear la posibilidad de mediar para poner fin a la pesadilla de los Ortega. Sea como sea, el silencio comienza a ser incómodo, mientras los abusos del régimen siguen su desproporcionado rumbo.
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