Después de catorce meses de estarse mirando y evaluando mutuamente, no es claro por qué la conexión entre el Gobierno Nacional y Bogotá sigue sin aparecer. Es cierto que ha habido reuniones y que el trato entre funcionarios de ambos lados ha sido respetuoso. De hecho, buena parte de ellos conoce bien la ciudad, comoquiera que trabajaron o están trabajando en ella. Pero en ese año largo de verse las caras, han primado la controversia, el desencuentro y han sido pocos los avances.
Y aquí hay que ser sinceros: ha sido el Ejecutivo, especialmente, el que ha evidenciado el deseo de moldear el devenir de la capital y la región. Y no porque no le falte razón en algunos casos, sino porque insiste en hacerlo sin convocar a la ciudad. Así quiso, por ejemplo, imponer su voluntad con el cambio del trazado del metro, y varias entidades se empeñaron en ello.
Lo cual ha contribuido a enrarecer el ambiente de una relación que debería ser armónica, no solo porque Bogotá es la sede de ambos poderes, lo que facilitaría las cosas, sino por el peso específico que para el propio funcionamiento del Estado significa Bogotá, que, además, cuenta con un estatuto propio.
Así no se puede tratar a Bogotá ni a la región. Seguro hace falta hacer más, pero qué mejor que sea a través de acuerdos y sin agendas políticas.
El más reciente cortocircuito entre las partes se produjo esta semana, cuando la exministra de Ambiente Susana Muhamad anunció la expedición de una resolución que fija los lineamientos ambientales para el desarrollo futuro de la sabana de Bogotá, con el fin de que los municipios "en sus planes de ordenamiento territorial y las autoridades ambientales protejan unos suelos específicos". Y asegura que la iniciativa no interviene el trámite de ninguna obra del POT de Bogotá, lo que no convence a la istración.
El documento –en etapa de comentarios– fue criticado por Galán por el daño que traería para proyectos estratégicos como la ALO, la ampliación de la calle 63 o la vía Suba-Cota; en vivienda para la gente más pobre, en agua para la región, en la protección del medioambiente y comunidades indígenas, entre otros. En el mismo sentido se pronunció el gobernador de Cundinamarca, Jorge Rey, quien llamó la atención por la suerte de al menos 350.000 viviendas que se requieren de aquí al año 2050 debido al crecimiento de la población, amén de los costos que se derivarían de interpretaciones de normas ambientales que afectarían proyectos en curso.
Es claro que el Gobierno quiere fijar sus posturas frente al desarrollo. Y cuenta con los instrumentos para ello. A Muhamad no le falta razón cuando asegura que desde hace 30 años debieron emprenderse acciones para restaurar y proteger la estructura ecológica de la región –como lo pidió la ley– y ordenar su proceso urbanístico. Lo que no procede es imponer las cosas sin un mínimo de diálogo –tal cual lo estipula el Acuerdo de Escazú–, más aún tratándose de materias de este tenor. Así no se puede tratar a Bogotá ni a la región, sin detenerse a mirar los esfuerzos que la Alcaldía ha hecho y que apuntan en el mismo sentido de la resolución. Y ello no debe interpretarse como un desconocimiento de la jerarquía de los licenciamientos. Seguramente hace falta hacer más, pero qué mejor que sea por vía de acuerdos previos, aportes puntuales, buscando siempre el bienestar común, lejos de cálculos políticos y sin dar pie a demandas que pueden empeorar las cosas.