El 2023 termina para el Cauca, por desgracia, con la misma constante que ha caracterizado los años recientes, al menos desde el 2019 y más crudamente en los últimos doce meses: con una violencia desbordada y con un Estado superado y aparentemente impotente para cumplir lo que ordena la Constitución, como es garantizar los derechos de todos los habitantes del territorio, empezando por la protección de la vida y la integridad.
Mientras en el sur del departamento, en las montañas de Argelia, sigue el pulso entre las Fuerzas Militares y las disidencias de ‘Iván Mordisco’ por el control del cañón del Micay, una de las principales autopistas del narcotráfico en el país, en el norte los violentos no dan tregua. Y en medio de este complejo telón de fondo fue asesinado el saliente alcalde de Guachené, Élmer Abonía Rodríguez (aparentemente, en un atraco por el que ya hay una captura legalizada). Pero también, en la misma semana, perdieron la vida un desmovilizado de las Farc y tres líderes indígenas. Una masacre que segó la vida de cinco personas en un resguardo indígena de Santander de Quilichao, dos casos de doble homicidio en Caloto y Toribío y tres secuestros completaron el desesperanzador balance para una región que en las últimas cinco décadas ha sido de las más golpeadas por los violentos de toda laya.
El asesinato del alcalde de Guachené y varias masacres en una semana son un doloroso balance que dejan a su paso delincuentes de toda clase.
Lo innegable y preocupante es que los indicadores de seguridad y convivencia han venido deteriorándose en el Cauca, tierra natal de la vicepresidenta Francia Márquez. Entre enero y noviembre pasados, según Medicina Legal, 767 personas fueron asesinadas en el departamento, uno de los más golpeados por los asesinatos de líderes sociales y excombatientes desmovilizados. La más reciente masacre, que se cobró la vida de cinco indígenas, fue atribuida por las autoridades a las disidencias de ‘Mordisco’, convertidas hoy en el principal azote para la vida y la seguridad de los caucanos. Extensos cultivos de coca que pasaron de 13.000 hectáreas a más de 26.000 en apenas seis años y que hoy –según Naciones Unidas– tienen un nuevo enclave productivo de casi 1.500 hectáreas que se proyecta hacia el Valle por los municipios de Timba, Buenos Aires y Jamundí; el negocio de la marihuana floreciente y, de contera, una conflictividad social intensificada por invasiones de tierras que el Gobierno ha hecho poco por detener completan un explosivo cuadro frente al cual es imperiosa una respuesta efectiva del Estado.
El presidente Gustavo Petro ha llamado a una “movilización popular” para que, en sus palabras, se oponga al intento de control ejercido sobre la base del miedo y de la muerte. Movilización popular que sin duda es importante pero no suficiente, porque nadie puede poner en duda que lo que se requiere en ese departamento –y en todo el territorio nacional– es una presencia integral del Estado. Por lo pronto, una decidida acción de la Fuerza Pública para enfrentar a los grupos violentos, muchos de los cuales han encontrado en los diálogos de la ‘paz total’ una conveniente mampara para sus actividades criminales.
Que las comunidades rodeen a las fuerzas legítimas del Estado, pero sobre todo que el que el Ejecutivo renueve su estrategia y fortalezca el liderazgo y control de esas fuerzas para proteger la vida de los caucanos y de todos los colombianos es lo que espera el país.
EDITORIAL