Cuando se afirma que la educación debe ser la prioridad de cualquier sociedad, el consenso es unánime. Pero no ocurre lo mismo llegada la hora de llevar este noble propósito a los hechos. Entonces surgen discrepancias, tensiones, a veces irreconciliables, que en ocasiones conducen a situaciones de parálisis.
Lo anterior a propósito de la discusión que ha generado el proyecto de ley radicado a comienzos de esta semana que, con la mejor intención, pretende asegurar recursos futuros suficientes para la educación superior pública. Son cuatro artículos que modifican la Ley 30 de 1992 y que, en pocas palabras, pretenden cambiar la manera de calcular los incrementos presupuestales que destina la nación a las instituciones de educación superior pública. De aprobarse la iniciativa, este aumento dejaría de hacerse basado en el índice de precios al consumidor (IPC) para acudir al índice de costos de la educación superior, del Dane.
Este proyecto responde a la incuestionable necesidad de llenar el hueco en las finanzas de las universidades públicas, resultado del aumento de los costos año tras año varios puntos por encima del IPC. El actual déficit se estima en 19 billones de pesos, carencia que se refleja de manera clara en los graves problemas de infraestructura que hoy padecen estos centros educativos, además de impactar negativamente la calidad, la cobertura, la regionalización, la investigación, la labor docente y el bienestar de la comunidad, entre muchos otros aspectos. Como bien lo menciona la exposición de motivos de la iniciativa, es de alguna manera consecuencia de esta dura realidad presupuestal el que, hoy por hoy, “más de dos millones de jóvenes entre los 17 y los 21 años no tienen una oportunidad real de ingresar a este nivel de formación”.
Un eventual flujo mayor de recursos tiene que traer consigo mejoras medibles en cobertura, regionalización
y calidad.
Con todo lo loable de la iniciativa, no puede opacar dos necesidades: que sea viable a la luz de unas finanzas públicas que están lejos de vivir días de abundancia y que este paso se dé de manera concertada con un actor clave: el sector privado.
En relación con lo primero, junto con el indispensable aval del Ministerio de Hacienda, la reforma debe establecer parámetros y controles para que el flujo de recursos se dirija a donde están las falencias y no a terrenos pantanosos, como el de la milimetría y la militancia política. Es aquí donde aparecen conceptos claves como estructuras de costos y sostenibilidad. Un eventual flujo mayor de recursos tiene que traer consigo mejoras medibles en cobertura, regionalización y calidad. Así mismo, el proyecto de ley tiene que tener en cuenta el riesgo de crear precedentes que posteriormente den pie a inconformidades si llegan días de vacas flacas.
En cuanto a lo segundo, estamos hablando de un millón de estudiantes y de dos terceras partes de las instituciones de educación superior. Es un sector, el privado, que también afronta duros desafíos por efecto de cambios sociales y demográficos. Son las instituciones privadas las que reciben a quienes no consiguen un cupo en la educación pública. Es justo que su voz sea escuchada y se encuentre, de manera concertada, una fórmula de estímulos para que el bienvenido apoyo a la educación superior sea verdaderamente integral y, reiteramos, sostenible.