Una serie de nombramientos recientes del presidente Gustavo Petro ha generado una interesante polémica. La llegada del exsenador Gustavo Bolívar a la jefatura del Departamento para la Prosperidad Social, del exsenador Alexander López al Departamento Nacional de Planeación y del exconcejal Carlos Carrillo a la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres, entre otros, provocó un agudo debate sobre la primacía de la ideología sobre la técnica; o viceversa.
El debate, que no es nuevo, quedó planteado debido a una crítica al Gobierno que lanzaron los exfuncionarios Jorge Iván González y Cecilia López, quienes censuraron en duros términos el espacio que el Ejecutivo le ha abierto al “activismo”, en menoscabo de la “tecnocracia”. Los medios y las redes amplificaron la narrativa según la cual el activismo es más idealista e ideológico y la tecnocracia, más objetiva y aséptica.
Se trata, sin embargo, de un falso dilema. Para empezar, este no es el primer gobierno que utiliza la nómina estatal para escoger para cargos importantes a personas por sus afinidades políticas. Pero más allá de ese hecho –un defecto común de las democracias–, hay que advertir que la forma como se establece este debate sugiere que los dos roles, el del activista y el del técnico, son excluyentes. Y no es el caso en absoluto.
La gran responsabilidad de quienes han sido asignados en los altos cargos va más allá de cualquier sesgo político. Ese debe
ser el norte.
Por el contrario, un técnico, en el sentido de una persona que conoce a fondo un tema u oficio, puede ser, sin perjuicio de su experticia, un activista en relación con el mismo asunto. Un cirujano calificado, por ejemplo, puede ser un apasionado defensor de la salud pública, sin que eso les reste credibilidad a sus habilidades técnicas.
El problema no es que se nombren activistas en cargos para los que se requiere un conocimiento especializado, sino que se escojan candidatos que no poseen dicho conocimiento, independiente de sus convicciones. En ese caso sí hay un deterioro de las capacidades del Estado. Volviendo a la analogía médica, uno no le confiaría un quirófano a una persona que no hubiera pasado por una formación médica rigurosa, por más apasionado por la salud pública que fuera.
Otro riesgo que hay que señalar ocurre cuando el apasionamiento por una causa, un sentimiento consustancial al activismo político, ciega al funcionario ante información que contradice sus convicciones. En esa situación, también se puede hablar de una antítesis entre el activista y el técnico.
En síntesis, la tecnocracia no tiene por qué reñir con el activismo, pero no hace bien el primer mandatario en privilegiar más la ideología sobre el perfil técnico en los puestos claves del Estado. Porque pone en juego precisamente la eficiencia de las entidades y del propio Gobierno, que a la postre será el resultado de la gestión del mandato, que será reconocido o no por la gente. No les conviene al país ni al Gobierno privilegiar la ideología, la amistad o, inclusive, mediciones políticas futuras, sobre la eficiencia istrativa. Por eso, la gran responsabilidad de quienes han sido asignados va más allá de cualquier sesgo político. Ese debe ser el norte.
EDITORIAL