Que en el país el número de nacimientos producto de embarazos en niñas menores de 14 años haya aumentado en 19,4 por ciento entre 2020 y 2021 configura una situación gravísima, si se tiene en cuenta que además de los daños personales, familiares y sociales que generan, se presume que en cada uno de ellos hay al menos un delito relacionado con violencia o abuso sexual.
Esta escandalosa cifra está incluida en el último informe sobre estadísticas vitales, del Departamento istrativo Nacional de Estadística (Dane), dado a conocer la semana pasada, y que dejan ver que si bien los embarazos en menores venían disminuyendo, al parecer volvieron a aumentar como consecuencia de los encierros y otros factores derivados de la pandemia.
No en vano, algunas organizaciones de expertos califican el hecho como una manifestación más de la violencia intrafamiliar, en la que muchas víctimas convivían con sus agresores bajo el mismo techo, algo realmente dramático. Una sola menor que se enfrente a esta situación se convierte en un indicador que exige miradas desde todas las esquinas de la sociedad y acciones prontas para frenar su crecimiento.
Quizás uno de los elementos más preocupantes en este panorama sea la impunidad en la que flotan estos delitos en algunas regiones.
No sobra recordar que cuando una niña se embaraza, como lo dice el Fondo de Poblaciones de Naciones Unidas (Unfpa) en un descarnado informe sobre la maternidad en la niñez en el planeta, su presente y futuro cambian radicalmente y rara vez para bien. De hecho, un embarazo en las edades tempranas puede tener consecuencias inmediatas y duraderas en la salud, la educación y el potencial de desarrollo, que terminan alterando el curso de toda la existencia de quien lo padece. Esto, sin dejar de lado que el riesgo de muerte en estas madres prepúberes en países de ingresos bajos y medios, como lo es el nuestro, es dos veces mayor que el de mujeres con más edad. Y más allá de estos riesgos, una gestación de este tipo es una manifestación plena de las violaciones de todos los derechos que constitucionalmente deben garantizarse a los niños.
Basta ver que se menoscaba la posibilidad que tienen las niñas de acceder a la educación, a servicios de salud integral y a ejercer esa autonomía por la que velan todos los tratados internacionales, lo que las condena a cerrar un círculo de pobreza en el que acaban sumergidas.
Pero quizás uno de los elementos más preocupantes en este panorama sea la impunidad en la que flotan estos delitos, que en algunas regiones apartadas, tristemente, incluso parecen normalizarse. Esto deja entrever no solo la inoperancia de la justicia, sino que, lamentablemente, en los pocos casos en los que se actúa se evidencia también la incapacidad de ciertos profesionales para enfrentar este problema desde todas sus aristas, buscando siempre la protección integral de las menores, que en no pocos casos terminan revictimizadas durante los procesos.
El país está en mora de fortalecer las políticas de Estado para proteger a la niñez, con un enfoque multidimensional que aborde todos los factores que determinan esta tragedia, que, como vemos en las estadísticas del Dane, se filtran por las grietas de unos programas bienintencionados que se quedan en el papel. La responsabilidad es de todos.
EDITORIAL