El caso de Martha Sepúlveda, mujer antioqueña de 51 años que padece esclerosis lateral amiotrófica (ELA), y quien ha solicitado la eutanasia, ha vuelto a poner este asunto en el centro del debate, al tiempo que ha recordado tareas pendientes.
Por lo pronto, hay que decir que Sepúlveda se apoyó en lo dispuesto por la reciente sentencia C-233 de la Corte Constitucional, que abre las puertas para que cualquier persona que “padezca un intenso sufrimiento físico o psíquico, proveniente de lesión corporal o enfermedad grave e incurable”, puede proceder en tal sentido. Y es que si bien esta paciente no tiene inminencia de muerte, es claro que padece una enfermedad terminal, toda vez que dicha condición no tiene cura.
La novedad del fallo del alto tribunal radica, justamente, en que amplía la posibilidad de acceder a este procedimiento a pacientes de este tipo, como es el caso de Sepúlveda. Como ella misma lo ha expresado, de manera libre, informada y autónoma, ha tomado esta decisión contando con el apoyo de sus seres queridos, constituyéndose en la primera persona en Colombia que lo hace al amparo de la reciente sentencia. Dicho pronunciamiento se suma a una jurisprudencia cuyo pilar data de hace 24 años, cuando el alto tribunal, mediante sentencia C-239 de 1997, despenalizó el homicidio por piedad. Ella optó por tal alternativa a sabiendas del enorme sufrimiento que le espera por causa de la evolución de la enfermedad que padece y con la convicción personal –y en tal decisión merecedora de profundo respeto– de que la opción elegida es la que en mayor medida salvaguarda su dignidad.
Pero su aspiración, como es bien sabido, no se pudo concretar. La IPS Incodol, que venía atendiendo su caso, decidió, a última hora, cancelar el procedimiento que estaba programado para el pasado domingo. Apoyado en unas declaraciones que Sepúlveda entregó a ‘Noticias Caracol’ en las que afirmó, palabras más palabras menos, estar conforme y tranquila con la decisión tomada, el Comité de Muerte Digna de la entidad consideró que de tal postura se podía inferir una mejoría. “Con los hechos de imágenes conocidas en medio masivo de comunicación, la paciente tiene altas probabilidades de expectativa de vida mayor a seis meses, por lo tanto no cumple con el criterio de terminabilidad”, quedó consignado en el acta.
Un giro tan sorpresivo en esta historia por supuesto que causó un impacto enorme en Sepúlveda y sus allegados. Estos se mostraron, con toda razón, desconcertados una vez notificados de la novedad en momentos en que en su fuero más privado se preparaban para un acontecimiento que, como es natural, implica una enorme carga emocional.
Quienes apelan a unos derechos ya reconocidos por nuestro marco legal no tienen por qué ver cómo el actual vacío de normas aumenta a niveles a todas luces inaceptables su sufrimiento
Independientemente de cualquier consideración de carácter general sobre la eutanasia, es reprochable lo que esta familia ha tenido que vivir por causa de muchos factores, pero sobre todo por no poder contar con reglas claras en un asunto tan sensible y complejo. Un vacío que sigue haciendo muy difícil y doloroso en tantas ocasiones el efectivo al derecho a una muerte digna, con pacientes que a una enorme carga de sufrimiento por culpa de sus enfermedades deben sumar la que se deriva de vaivenes jurídicos como los sufridos por Sepúlveda y su familia.
Es en este contexto que recobra valor el llamado tantas veces hecho –y que vuelve a aparecer en la sentencia en cuestión– por la Corte Constitucional al Congreso, para que asuma el deber que le compete como instancia idónea dentro de nuestro ordenamiento constitucional en aras de reglamentar, por fin, este derecho. Al respecto, el alto tribunal insta al Legislativo a que “avance en la protección del derecho fundamental a morir dignamente, con miras a eliminar las barreras aún existentes para el efectivo a dicho derecho”.
Así tiene que ser. Habida cuenta de que ya se ha abierto una senda en este sentido –a partir exclusivamente de decisiones de la Corte– y de que en ese contexto no hay marcha atrás, lo que se trata ahora es de lograr que quienes optan por un recurso que será siempre opcional, acorde con sus principios y creencias, nunca de carácter obligatorio, puedan contar con la tranquilidad de que ya existe una hoja de ruta trazada. Un protocolo que garantice el respeto a su dignidad y que surja a partir de una verdadera comprensión del colosal desgaste emocional que traerá siempre consigo este procedimiento. Es cierto que estamos ante un tema polémico, como pocos, en torno al cual surgen posiciones por momentos irreconciliables, pero es verdad también que quienes apelan a unos derechos ya reconocidos por nuestro marco legal no tienen por qué ver cómo el actual vacío de normas aumenta a niveles a todas luces inaceptables su padecimiento. Que quienes ya están sufriendo no sufran más debería ser un punto de unión sobre el cual construir unas reglas mínimas.
EDITORIAL