No es tarde para celebrarle los cincuenta años al magnífico Teatro Libre de Bogotá. Que, a pesar de estos días de espectáculos fugaces, ha conseguido conservar la fuerza y la dignidad. Que nació en 1973, tiempos de activismos políticos y llamados a la transformación social, gracias a artistas del calibre de Ricardo Camacho, Patricia Jaramillo, Héctor Bayona, Germán Moure, Jorge Plata y Livia Esther Jiménez. Y sigue allí, en sus sedes de La Candelaria y Chapinero, fiel a sí mismo: a ese colectivo, con vocación de Escuela de Formación, que cree en un teatro que libre un pulso con el espectador, y que no ha temido poner en escena a Shakespeare, a Esquilo, a Brecht, porque se ha tomado a pecho su proeza.
El Teatro Libre fue fundado por tres grupos teatrales de dos universidades. Dio por superado el costumbrismo. Respetó a La Candelaria. iró sinceramente al TPB, a La Mama, a El Local. Pero era –y es– una nueva generación que, sin dejar atrás el activismo, sin negar su origen burgués, ha creído en el teatro de autor. Ha vivido convencido de que no es necesario vararse en las creaciones colectivas sobre lo que está pasando en el país. Durante sus primeros años, mientras se llenaba la sede del centro e iba tomando forma la institución que conocemos, el Libre tuvo el valor para montar obras tan exigentes como La madre, La agonía del difunto, El rey Lear, Las brujas de Salem, La balada del café triste.
El Libre ha sido un refugio para nuestros grandes talentos: la actriz Laura García, el pintor Lorenzo Jaramillo, el artista Enrique Grau, el escritor Jairo Aníbal Niño, el pintor Juan Antonio Roda, el músico Rafael Puyana, el dramaturgo Sebastián Ospina y la escritora Piedad Bonnett han enriquecido la tarea de defender ese triunfo humano que sigue siendo el teatro. Se necesita coraje para que un teatro cumpla cincuenta. Y semejante cumpleaños es una buena excusa para dar las gracias.
EDITORIAL