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El imbécil

No importa lo que diga la RAE, una palabra significa lo que los hablantes decidamos.

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ESCRITOR Y COLUMNISTAActualizado:

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Cuando tenía doce años dije al frente de toda mi familia que mi primo de seis era un imbécil. Ese día había estado curioseando el diccionario de la biblioteca del colegio, un tomo grande con más de mil páginas, y había descubierto que el término servía para describir a alguien delgado y débil. Y eso era exactamente mi primo, alguien en formación que carecía de fuerza, así que no vi nada de malo en referirme a él de tal forma. Al revés, pensaba que iban a celebrarme por estar ampliando mi vocabulario.
Por supuesto, me regañaron. Mi primo no se dio por aludido porque no conocía la expresión, pero los adultos reaccionaron de mala manera, increpándome y regañándome, cosa que no encontré lógica. Digo, si el personaje en cuestión no se había ofendido, ¿por qué los mayores sí? También me llamó la atención que uno de los que con más firmeza me reclamaran fue mi padre; después de todo, de vez en cuando llegaba molesto a casa luego de un día en la oficina y decía que alguno de sus compañeros de trabajo era un imbécil. Y lo decía fuerte, con especial énfasis en la E, como si en vez de español estuviera hablando alemán. Hoy, mi primo no es un imbécil, ni en lo físico ni en lo mental; al revés, es una persona fuerte, sana y exitosa en su profesión.
Siempre me ha llamado la atención cómo las palabras van cambiando su significado. Eso es lo maravilloso del lenguaje, que es un ente vivo moldeado a diario por los propios s. No importa lo que diga la RAE, una palabra no siempre significa lo que allá digan, sino lo que los hablantes decidamos que tiene que significar. Sin embargo, hay casos que no dejan de parecerme curiosos.
Por ejemplo, la forma como estamos usando el término ‘guerrero’. De representar a alguien que lucha o que tiene especial inclinación a la guerra ha pasado a identificarse con alguien que pierde. Es muy posible que si usted cae enfermo, no logra recuperarse y muere o le toca vivir el resto de su vida con dicha condición, hablen de usted como un guerrero. O si es deportista, compite y pierde, se convierta en un guerrero también. Y mientras más dura o inusual la derrota, más guerrero será. Pura lástima disfrazada de iración.
Pasa también con la expresión ‘valiente’. El otro día, un amigo leyó un libro que acabo de lanzar y entre otros elogios me dijo que yo era un valiente por hablar en él sobre intimidades de mi vida. No supe qué responderle porque hoy todos somos valientes: alguien confiesa que a los ocho años se coló en la fila de la tienda del colegio, y salen a aplaudirlo por su valentía. Parece que en estos tiempos revelar defectos y salvar a varias personas de un incendio vienen siendo lo mismo. Gestos que deberían ser la regla, como aceptar un error o reconocer una falta, son ahora dignos de iración como si se tratara de sucesos extraordinarios. Muy raro todo, es como si nos felicitaran por cruzar la calle por la cebra.
No es nuevo esto de que me digan que soy valiente por tocar los temas que en ocasiones toco, lo que no deja de sorprenderme. Nadie está más lejos de ser digno de iración que yo, y la razón de mi forma de escribir no se debe a que busque alabanzas, sino a que no quiero ser un modelo para seguir ni una fuente de inspiración. Al revés, quiero mostrarme como lo peor para que no esperen nada de mí y me dejen en paz. En este mundo, donde si fallas te caen con toda como si les debieras algo, yo vivo demostrando que soy un humano de quinta, lleno de defectos y sin intenciones de mejorar. Así, el día que la embarre no me reclamen, sino que, al revés, se pregunten cómo no la había cagado antes y peor. Podrá sonar raro, como comprar un seguro de vida antes de que la catástrofe ocurra, pero es la forma de vida que he elegido. Tanto decir que mi primo pequeño era un imbécil, y el que con los años se volvió un idiota fui yo.
ADOLFO ZABLEH DURÁN

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