La crisis del sistema de salud se volvió tema diario de conversación entre los colombianos.
Pero no solo de conversación, sino también de debate, de polémicas, de agrias discusiones, de peloteras e, incluso, de lágrimas, de conflictos, de procesos judiciales. Y lo más increíble es que llevamos casi treinta años en eso, desde que apareció la Ley 100, en 1993.
Lo que buscaba esa norma era, precisamente, lo contrario: proteger la seguridad social de los colombianos y, por ahí derecho, protegerles la vida. La desgracia consiste en que todo eso se ha quedado en puro cuento. San Bernardo de Claraval, el célebre predicador francés, solía decir que el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones.
–Yo pregunto: ¿qué sistema de salud aguanta treinta años de crisis? –me dice el Superintendente Nacional de Salud, Fabio Aristizábal Ángel, mientras conversamos sobre ese tema, al cual, como ustedes bien lo saben, le he dedicado ya varias crónicas en estas mismas páginas.
Y voy a seguir con mi cantaleta, a riesgo de volverme cansón, porque, uno de los temas más valiosos en cualquier sociedad es proteger la salud de su gente. Vale la pena luchar por ella. Aunque se nos vaya la vida en eso.
La corrupción
Hace unas cuantas semanas leí, no solo en la prensa nacional sino también en la extranjera, que la Organización Mundial de la Salud informa que Colombia está entre los países que mejor han manejado los estragos de la pandemia del coronavirus.
Apareció también otra noticia según la cual los gremios internacionales de la salud consideran que varios hospitales colombianos están entre los mejores de América Latina.
Viendo eso, empezó a asaltarme una pregunta angustiosa: ¿qué es, entonces, lo que tanto aqueja a los colombianos en materia de salud? ¿Cuál es, en este caso nuestro, el camino del infierno?
–La corrupción –me responde sin titubeos el superintendente–. Ese es el fenómeno. Esa es la enfermedad. La corrupción es la que no ha permitido que mejoremos más en calidad de la salud.
Mafias y carteles
El Superintendente se llama, como ya dije, Fabio Aristizábal. Es odontólogo de profesión y tiene 55 años de edad, de los cuales ha dedicado los últimos treinta a trabajar, precisamente, en el sector de la salud, tanto en empresas privadas como en cargos públicos.
–Desgraciadamente –agrega–, esa es la verdad escueta. Desde el principio mismo, cuando el Congreso Nacional aprobó la Ley 100, el sistema fue invadido por las mafias que le dan preferencia a la salud como negocio, y atentan contra la vida de los afiliados en todo el país.
Le pregunto al doctor Aristizábal dónde es que están atrincheradas esas mafias. ¿En la istración hospitalaria o en los gobiernos del país y las regiones?
–En todas partes –me contesta–. Gobernantes, gerentes, abogados, es y un sinnúmero de personajes le han metido mano de manera permanente a las arcas de la salud. Son carteles que, con la participación de la alta sociedad, se han robado la plata. Y, ante eso, la justicia sigue ausente.
400 hospitales en crisis
El panorama es aterrador. Las informaciones que me suministra el superintendente son cada vez peores. “Con decirle a usted que en estos últimos años hemos descubierto más de 70 modalidades de saqueo para robarse los dineros de la salud. Esto es como la Hidra de la mitología griega: cada vez que le cortamos una cabeza, le aparecen dos”.
Este problema no se resuelve acabando con el sistema, sino acabando con quienes realizan estas malas prácticas
Esa es, según el recuento que me hace el doctor Aristizábal, la razón para que muchas regiones del país sigan padeciendo por malos servicios hospitalarios. “Y cada vez se inventan peores formas para burlarse de los colombianos”. Ante eso, ¿cómo reacciona la sociedad, que es la víctima?
–Es increíble, como lo he podido comprobar, que en algunas regiones los bandidos se vuelven ídolos de la gente, multimillonarios y poderosos, mezclados con es, aseguradores, proveedores, revueltos con profesionales, congresistas y ciudadanos de bien.
Las consecuencias son monstruosas, porque, como resultado de todo ese horror, “hemos encontrado más de 400 hospitales públicos que están en crisis por malas istraciones y hemos tenido que intervenir forzosamente en 17 de ellos, para empezar a recuperarlos”.
Ejemplos dramáticos
Cuatrocientos hospitales en crisis y todos son públicos, es decir, de propiedad del Estado. Imagínese usted. Le pido al superintendente que me cuente algunos de esos casos a manera de ejemplo. Es decir, de malos ejemplos. Miren esto:
*En un hospital local de Cartagena encontramos, en uno de los consultorios un perro muerto en estado de descomposición. Los encargados nos dijeron que no se habían dado cuenta”.
*Cuando intervenimos en el hospital Nueva ESE San Francisco de Asís, en Quibdó, descubrimos que había 40 operaciones quirúrgicas aplazadas, porque los especialistas estaban en huelga, ya que les debían más de cinco meses de sus honorarios. Y, además, no había medicamentos, ni dispositivos para el trabajo de los médicos, exponiendo a los pacientes a infecciones”.
*En el hospital Emiro Quintero Cañizares, de Ocaña, encontramos que había seis contratistas que no cumplían los requisitos, pero ya les habían adjudicado directamente, sin licitación, el 40 por ciento de todo el presupuesto”.
Y todos esos son, apenas, algunos ejemplos. El superintendente tiene otros casos aberrantes a la mano:
*Durante nuestra intervención en el hospital San Jerónimo, de Montería, encontramos que el encargado de la tesorería tenía guardados más de tres millones de pesos en la caja fuerte del propio hospital. Nos dijo que eran suyos. Procedimos a retener dicha suma y entregársela al agente especial interventor”.
*En el mismo hospital no había medicamentos ni insumos mínimos. Una señora que estaba lista para una cesárea de urgencia estuvo a punto de morir, junto con su hijo, porque no había los elementos requeridos para intervenirla. Cómo sería el caos en ese hospital, que no había ropa de cama, las camillas no tenían barandas, las bolsas para recolectar orina estaban tiradas en el suelo”.
*En el hospital Julio Méndez Barreneche, de Santa Marta, encontramos que en pleno pico de la pandemia las máquinas de anestesia estaban abandonadas, había pisos para pacientes que no tenían luz eléctrica y en ellos, revueltos con los enfermos, vivían ratones, murciélagos y palomas”.
Y, ahora, las EPS…
Uno de los casos más indignantes fue el del hospital La Misericordia, en Calarcá, departamento del Quindío. En la intervención forzosa que hizo la Superintendencia, encontraron que el hospital había comprado mil pruebas para diagnosticar covid-19.
–Pues, sepa usted –prosigue el señor Aristizábal–, que a 480, que eran casi la mitad, las dejaron vencer. Ese mismo hospital tiene ocho ambulancias, pero seis están abandonadas porque se las comió la maleza. Las otras dos se dejaron de usar porque no había plata para el combustible.
Bueno. Esos son ejemplos muy elocuentes de la terrible situación encontrada en algunos pocos de los 400 hospitales intervenidos. Es hora de que hablemos de las famosas Entidades Promotoras de Salud, las EPS.
–En la EPS Saludvida –relata el superintendente Aristizábal– hicieron lo mismo que en la película La estrategia del caracol: cuando supieron que íbamos a intervenirlos, recogieron y se llevaron todo. Sus pasivos superaban el billón de pesos y no tenían para responder a sus acreedores.
Hemos encontrado más de 400 hospitales públicos que están en crisis por malas istraciones y hemos tenido que intervenir forzosamente en 17 de ellos
Y la EPS Comfacor, por su parte, “patrocinaba reinados y equipos de fútbol con la plata de la salud, mientras negaba servicios y medicamentos a sus s”.
En Coomeva, que también fue liquidada, la Superintendencia descubrió que “dejaban a la deriva los tratamientos de s que tenían cáncer, hemofilia o insuficiencia renal. Los prestadores de servicios o de medicamentos se negaban a servirles porque les debían 1,7 billones de pesos”.
El balance, hasta el momento, es que la Superintendencia de Salud ha tenido que liquidar 13 EPS. Imagínense que de las 45 que existían en el país, solo 16 tenían certificado legal de funcionamiento.
–¿Es posible esperar que haya una reforma verdadera para eliminar todas esas barbaridades en nuestro sistema de salud? –le pregunto.
–De nada serviría cambiar las reglas, el modelo, el sistema mismo y hasta las leyes, si vamos a dejar que persistan los mismos actores que siguen apoderándose de los recursos de la salud.
El señor Aristizábal se queda pensativo un momento. Luego prosigue con estas palabras rotundas:
–La verdad es que este problema no se resuelve acabando con el sistema, sino acabando con quienes realizan estas malas prácticas.
Epílogo
Cuando estamos a punto de concluir nuestro diálogo, en la revista Semana aparece una entrevista con el escritor Alfredo Serrano, a propósito de la publicación de su obra más reciente. En ella menciona varias veces al superintendente Fabio Aristizábal como uno de los corruptos del sistema de salud. Como mi deber de periodista consiste en escuchar a todas las partes implicadas en una noticia, recojo lo que dice Semana y le planteo el asunto al superintendente. Me envía, desde Bogotá, un mensaje electrónico en el que dice:
“He visto que, cada vez que tomo decisiones para proteger a los s, se me viene una avalancha de maniobras para desprestigiarme. Son estrategias para defender los intereses de quienes desangran los recursos de la salud.
“La editorial que ahora financia ese libro plagado de difamación contra mi nombre es la misma que desde hace años paga publirreportajes en un diario nacional para desacreditar las medidas que toma la Supersalud.
“Invito al autor de esas ‘especies’ a que acuda a las autoridades en vez de seguir en ese juego de lanzar juicios calumniosos para tender mantos de duda sobre el trabajo que venimos haciendo en la Superintendencia”.
Y ahí terminamos nuestro diálogo. Que hable ahora la opinión pública.
JUAN GOSSAIN
Especial para EL TIEMPO