Era lunes y Carolina no quería ir al colegio. Esperaba el transporte escolar cuando un taxi se detuvo frente a ella y dos hombres la subieron a la fuerza. “Yo sólo les decía: ‘¡no, esperen, yo tengo que ir al colegio; tengo que presentar un examen!’”, cuenta la fotógrafa proveniente de una de las más prestigiosas familias del Valle de Aburrá; su padre Diego Villegas fue ganadero, empresario y ocupó diferentes cargos políticos en Medellín. Su madre, miembro de la familia Londoño, fue cofundadora de la firma Eduardoño.
Corría el año 1979 y aún no se hablaba de secuestro; además, Carolina era apenas una niña y no entendía muy bien de qué se trataba la situación. “Me trataron bien durante los seis meses de secuestro; de hecho, me lavaron la cabeza, me decían que si me portaba, bien me dejarían regresar a casa. Me dio duro volver a la realidad porque comprendí lo que ellos decían, que los culpables de la pobreza éramos ‘los ricos’ por concentrar la riqueza, pero no entendía qué culpa tenía yo, si mi abuela trabajó e hizo fortuna, si la plata era de gente trabajadora. Me hicieron sentir culpable”, cuenta Villegas, quien además de salir más silenciosa de lo normal de su plagio, padeció síndrome de estocolmo.
“No quería que les hicieran daño a mis captores. Todo el mundo decía que eran las peores personas, pero para mí, estaba bien lo que ellos decían. Me permitieron ver ese lado de una gente con necesidad en mi propio entorno”. Por ello, y por su sangre altruista –su familia siempre fue caritativa, además estudió en un colegio de religiosas que realizaban misiones en África–, la antioqueña decidió trabajar por la nivelación de riquezas y ver al secuestro como una oportunidad para tomar acción por el lado más agudo de Colombia.
Encontré gente pura, transparente y sin ningún pasado de conflicto, pero también con muchas deficiencias en cuanto al a sus derechos educativos y de salud
Por el lugar más pacífico del país
Después de un tratamiento psicológico, en 1990, Carolina hizo su primer viaje al que, para ella, es el lugar más pacífico de Colombia, el Amazonas; allí, entabló amistad con José Rojas, un lanchero que la acogió de forma permanente pues las visitas a Leticia fueron tradición. “Era una zona a la que no había llegado la guerra; encontré gente pura, transparente y sin ningún pasado de conflicto, pero también con muchas deficiencias en cuanto al a sus derechos educativos y de salud” por ello, desde 2012, emprendió la aventura más importante de su vida de la mano de Pablo Vásquez, de la comunidad 7 de Agosto de la etnia Cocama, quien le abrió el camino hacia otras comunidades indígenas con deficiencias de recursos.
“Le pregunté a Pablo cuántos niños había en la comunidad; fueron 79 y les escribí a mis amigos para recolectar fondos y llevarles kits escolares. Recibí tantas donaciones que también pude llevar ropa y juguetes”, narra Carolina quien a pesar de vivir en Boston, en en donde se destaca como fotógrafa arquitectónica, viaja cada mes de febrero a sus 16 comunidades para entregarles las ayudas recaudadas de la mano de marcas, empresas privadas y organismos oficiales como la Fuerza Aérea la Armada Nacional.
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Para la coyuntura del Covid-19, cuando se presentó el primer caso del virus, Villegas ya estaba en Boston, pero llamó a su amigo Pablo; “me dijo que estaban confinados y al interior de las comunidades, no tenían medicamentos ni reservas de alimentos”, y por ello, nuevamente por WhatsApp y Facebook, además de unirse a
Colombia Cuida a Colombia,
convocó el fortalecimiento del sistema de salud en Puerto Nariño en aras de que evitar que los de los resguardos deban desplazarse hacia Leticia y los procesos de diagnóstico y soporte sean locales y rápidos.
PILAR BOLÍVAR - PARA EL TIEMPO