Cuando somos niños, nuestros padres nos cuidan e intentan evitarnos cualquier dolor o sufrimiento. Nos prohíben desde comer dulce en exceso hasta jugar con fuego o correr con tijeras. Nos enseñan que si saltamos de alturas, caeremos y el resultado no será bueno.
Por lo general, nos incentivan a que nos vaya bien en el colegio, creyendo firmemente que tendremos mayores probabilidades de alcanzar el éxito en la vida. Y muchas veces, si no acatamos las reglas que nos ponen por nuestro propio bien, nos castigan o hay algún tipo de repercusión. Creo profundamente que la mayoría de los padres tratan de protegernos lo mejor que pueden, según sus conocimientos y estado emocional.
Pero llega un momento en nuestras vidas en el que, aun cuando nuestros padres nos amen hasta que nosotros mismos seamos ancianos, debemos dejar de depender de que ellos (o alguien más) nos tengan que decir cómo cuidarnos. Un momento en el que no podemos responsabilizar a NADIE, aparte de nosotros mismos, por nuestro cuidado y bienestar.
Para ponerlo en blanco y negro, me parece el colmo que a estas alturas de la pandemia y del tiempo transcurrido sigamos siendo tan flagrantemente “descuidados con nuestro propio cuidado”. Es el clímax de la infantilidad necesitar que el Gobierno o cualquier ente regulador nos tenga que rogar o sancionar para que tomemos las medidas que nos salvarán la vida... y la de nuestros seres más queridos.
¿Acaso nos hemos acostumbrado tanto a que alguien ajeno a nuestra brújula interna nos diga qué hacer que si nos dejan a nuestro libre albedrío no somos capaces de tomar decisiones sensatas y sabias?
Nos quejamos por las clausuras y los reglamentos, pero no somos capaces de entender que cada decisión que tomamos tiene consecuencias. No hemos entendido que si no seguimos los protocolos estrictos, estamos preparando nuestro propio entierro. No es agradable para NADIE seguir las normas de distanciamiento, ponerse una mascarilla y aislarse en caso de tener dudas o si se ha estado expuesto a alguien con el virus, pero es por nuestro propio bien.
Me escandaliza enterarme del número de personas que falsifican sus resultados tan solo para ir a una fiesta, entrar a un club o viajar en un avión. Personas que no tienen conciencia alguna de que están poniendo en riesgo a cualquier otro que encuentren en su camino; como niños que hacen trampa en los exámenes, sin darse cuenta de que el colegio es para que aprendan, no para sacar buenas notas.
Dejemos de ser niños chiquitos que necesitan ser amenazados con un castigo por no hacer cosas que son para nuestro bien. Seamos adultos maduros que asumen la responsabilidad por sus decisiones equivocadas; que cuando están internados en una UCI (o uno de sus seres queridos) ¡culpan a alguien más!
Alexandra Pumarejo