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Páramo de Tota: donde había frailejones, hoy hay cebolla, papa y vacas

Carlos III: el camino del Rey

Donde había frailejones,
bromelias y mortiños,
hoy hay cebolla,
papa y vacas

Persona

Edwin Caicedo

Enviado especial
de EL TIEMPO

@CaicedoUcros

El complejo de Tota-Bijagual-Mamapacha es el reflejo de una de las mayores amenazas que tienen los páramos del país: en las zonas altas todavía se conserva, casi prístino, el ecosistema, mientras que en las bajas afloran la agricultura y la ganadería.

Una vaca, libre come pasto. Pero no es cualquier pasto. Es un herbazal poblado de frailejones. Unos metros más abajo hay un cultivo de papas. Unos campesinos pasan, nos ven con las cámaras y no nos saludan. Seguimos bajando a través de un camino en pleno complejo de páramos de Tota-Bijagual-Mamapacha, ubicado en el departamento de Boyacá, frente a las cristalinas aguas del lago de Tota. Empezamos a ver las cebollas. Inmensos sembradíos de cientos de hectáreas repletas de cebolla junca. Y dentro de ellos campesinos ‒decenas de ellos‒ trabajando la tierra. Haciendo lo que han hecho siempre, pero cada vez más conscientes del impacto que generan y sin la posibilidad de evitarlo.

La ganadería y la expansión de la frontera agrícola son hoy las dos más grandes amenazas que tienen en jaque al páramo. Porque de las 2’906.000 hectáreas (ha) de páramos que tiene Colombia, un total de 435.900 ha –una superficie similar a si se multiplicara por tres la extensión de la ciudad de Bogotá– ha sido transformada por actividades antrópicas, según el Instituto Humboldt.

De acuerdo con esa entidad, el 15 % del área de los complejos de páramo del país está transformada por diferentes actividades, pero las dos principales son la siembra de cultivos, principalmente de papa y cebolla, y la cría de ganado.

Esa realidad es más grave en la cordillera Oriental, que es, de las cinco zonas con cobertura paramuna del país, la de mayor transformación, con un total del 18 % de su cobertura modificada. Le siguen la cordillera Central, con un 9 %; la región Nariño-Putumayo, con un 8 %, y la cordillera Occidental, con un 5 %.

En la Oriental se encuentran algunos de los complejos más afectados por pérdida de bosque natural, como el complejo Altiplano Cundiboyacense. Allí, más del 70 % de las 4.657 hectáreas que lo conforman son hoy áreas de cobertura paramuna transformadas. Es decir, en 3.642 ha que antes resguardaban bromelias, mortiños, frailejones o quiches, hoy hay sembradíos, ganado y personas.

En ese complejo en particular, ubicado en la zona centro del departamento de Boyacá, existen aproximadamente 27 ríos, además de por lo menos 504 quebradas que alimentan los afluentes principales y dependen en gran medida de la cobertura vegetal para poder regular el recurso hídrico. El cálculo es simple: si el páramo está bien conservado, puede retener y liberar agua; si no lo está, esos ríos y quebradas empiezan a secarse.

Pero hoy, en el complejo del Altiplano Cundiboyacense lo que quedan son relictos desconectados de lo que alguna vez fue un páramo. Algo similar sucede en el complejo de páramos de Guerrero, ubicado en el norte de Cundinamarca, que, según expertos como el biólogo, investigador y Ph. D. en Ecología Jesús Mavárez, “ni siquiera debería ser considerado páramo, porque ya ahí no queda nada”.

De acuerdo con Mavárez, quien trabaja como investigador del Centro Nacional de Investigaciones Científicas (CNRS) de Francia y la Universidad de Grenoble-Alpes (en Grenoble, Francia) y quien por más de 10 años ha investigado los páramos del país, la agricultura es, indudablemente ‒y por lejos‒ la mayor amenaza que enfrentan.

“Lo que sorprende es que la problemática de la agricultura es algo que viene sucediendo desde hace muchos años, y yo no veo que haya una política fuerte para enfrentarlo, aunque haya zonas donde se esté ganando la batalla. Porque, además, es complicado, son personas que han estado haciendo eso durante muchísimos años y ha debido ponerse un límite y decir: ‘Hasta acá se siembra, no más arriba’. Pero no es así. Tú vas a Pisba, a Guantiva-La Rusia, a Guerrero y no hay límites. Mi respuesta corta es que la evidencia indica que hay que ser pesimistas, pero justamente hay que hacer algo para evitar esto. Y eso es otra discusión”, enfatiza Mavárez.

HABITAR, CULTIVAR Y VIVIR EN EL PÁRAMO

El complejo de páramos de Tota-Bijagual-Mamapacha es uno de los más representativos de la zona centro del país. Abarca en total 151.247 ha ‒una extensión similar a la de la ciudad de Barranquilla‒, dos departamentos (Boyacá y Casanare), 29 municipios y es el manto que rodea y nutre de agua a la laguna de Tota, el lago más alto y profundo de Colombia. Dentro de él habitan, según datos del Censo Nacional Agropecuario, al menos unas 7.361 personas, de las cuales, según datos del Instituto Humboldt, al menos el 19,4 % usa sus predios para cultivar y al menos el 14,3 % cría animales.

Pero es en sus bordes y zonas de amortiguación donde se ve la realidad que afrontan hoy gran parte de los páramos del país: cuadrículas perfectas de sembradíos de papa y cebolla representan el motor económico de municipios como Aquitania, conocida como la capital cebollera de Colombia. Un pueblo dueño de un paisaje idílico, con el lago de Tota azul, cristalino, al fondo de verdes praderas donde crece abundante la cebolla. Tanto que el aire aquí tiene un olor aliáceo.

Brayan Alarcón y Cristian Cadena son dos jóvenes campesinos de esa población boyacense. Desde que dieron sus primeros pasos han vivido sembrando cebolla. No quieren hacer otra cosa y aunque el trabajo es duro, dicen, es bien recompensado. “Trabajar con la cebolla es fuerza, unión, amor a la tierra, es deseo de salir adelante”, afirma Alarcón. El trabajo es duro, manual, se gasta todo el día, “a veces sin desayuno”, aseguran.

Visitamos el complejo de Tota-Bijagual-Mamapacha, que tiene a sus pies al municipio de Aquitania (Boyacá), el mayor productor de cebolla junca del país y que ha enfrentado en los últimos años quemas y cambios en el uso del suelo para pasar de frailejones a cultivos.

El proceso es complejo: lo primero es tener la tierra. Cuando no se tiene, expandir esa frontera (quitando el páramo o el bosque altoandino) y convertirla en tierra “amansada” requiere primero hacer al menos dos siembras de papa. Y ese proceso tarda un año. Luego se procede con el primer cultivo de cebolla, que podrá ser cosechado apenas seis meses después; luego se hace un segundo corte tres meses más tarde, y luego, un tercer y último corte cuando pasen otros tres meses.

De hecho, en el pequeño terreno que cultivan Brayan y Cristián, encerrado entre las siembras de cebollas, se alcanza a ver un pequeño parche de bosque con pajonales y algunos frailejones en pie.

“Cuando toca regar el cultivo, uno comienza a las 8 de la mañana y está terminando a las siete u ocho de la noche. Tomamos el agua de la laguna de Tota, pozos, páramos y regamos. Pero cada vez llueve menos. Antes, la cebolla era más gruesa, porque este cultivo lo que necesita es agua, agua abundante. De haber agua la hay, pero por Corpoboyacá ‒que regula la cantidad de recurso que puede extraerse del lago‒ se ha mermado”, enfatiza Cadena.

Al respecto, según la propia Corpoboyacá, lo que se hace es una gestión y manejo del recurso hídrico para evitar la sobreexplotación de un recurso que, aunque no lo parezca, es finito. La entidad también trabaja en Tota para descontaminar, conservar y recuperar la cuenca.

Lo cierto es que si bien el 80 % de los más de 16.000 aquitanenses dependen del cultivo de cebolla que se siembra en el municipio, las tierras en las que se cultivan son poco fértiles y su productividad es baja. Eso, según señala Conrado Tobón, líder del grupo de investigación de Hidrología y Modelación de Ecosistemas de la Universidad Nacional y quien durante 20 años ha investigado al respecto.

“En términos generales, los páramos tienen una baja productividad y la razón es la siguiente: es un ecosistema con bajas temperaturas, muchas precipitaciones y humedad relativa alta. Eso hace muy difíciles las condiciones climáticas para la producción agrícola. El pH en el suelo es ácido y esa acidez enmascara los nutrientes. Por esa razón, si soy campesino, obtengo una baja productividad. Pero como yo no cuento, el valor de mi trabajo, el de mis hijos o mi esposa, y como no tengo otra opción sino cultivar esa tierra, entonces, me parece productivo”, señala Tobón.

Apenas a unos cuantos kilómetros de donde Brayan y Cristian siembran cebolla, donde la cobertura de páramo está más conservada, diversos incendios siguen tumbando frailejones, arrasando pajonales y abriendo espacio a la llegada de más papa y cebolla. Gerardo Gutiérrez, habitante de Aquitania y activista ambiental, ha sido uno de los que han denunciado cómo esas quemas, cada vez más constantes, terminan convirtiendo el verde en cenizas y luego esas cenizas en cultivos.

“La gente no es consciente aún de la importancia del páramo y por eso se le hace normal causar ese daño. Se ve el deterioro de nuestro ecosistema. Es triste ver cómo ahorita nos afecta la escasez de agua en época de verano, la falta de lluvias”, se queja el hombre.

Según datos de Corpoboyacá, tan solo en los últimos años se han quemado en el complejo de la sierra nevada del Cocuy 1.130 ha de páramo; en el complejo Iguaque-Merchán, unas 20 ha; y en Guantiva-La Rusia, otras 27 hectáreas; y en el complejo Tota-Bijagual-Mamapacha más de 1.164 hectáreas. Restaurar algunas zonas de este último podría tomar, de acuerdo con la entidad, más de 70 años.

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Desde los bordes de Aquitania, capital cebollera de Colombia, se puede ver cómo el cultivo de cebolla junca ha reemplazado al otrora bosque alto andino y bosque de páramo. Foto: Mauricio Moreno. EL TIEMPO

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Los incendios son una práctica frecuente en esta zona. La expansión de la frontera agrícola lleva a que se quemen amplias zonas de páramo. Foto: Mauricio Moreno. EL TIEMPO

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Aún se puede encontrar campesinos que utilizan animales de trabajo para el desarrollo de actividades agrícolas, como el arado de la tierra, donde se cultiva, principalmente, cebolla. Foto: Mauricio Moreno. EL TIEMPO

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En Aquitania el aire es aliáceo. Desde sus montañas se pueden apreciar cuadrículas perfectas de extensos sembradíos de cebolla. Foto: Mauricio Moreno. EL TIEMPO

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En zona rural del municipio de Tota, Copoboyacá cuenta con un vivero con capacidad de 70 mil árboles para la restauración y reforestación de ecosistemas de interés hídrico para la cuenca del Lago de Tota. Foto: Mauricio Moreno. EL TIEMPO

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Para “amansar la tierra”, cuando se expande la frontera agrícola, primero es necesario hacer dos siembras de papa, y luego sí llega la cebolla. Todo ese proceso requiere de mucha agua, agroquímicos y fuerte trabajo de jornaleros. Foto: Mauricio Moreno. EL TIEMPO

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Desde muy jóvenes, los habitantes de Aquitania y de municipios cercanos a la cuenca del Lago de Tota aprenden cómo realizar labores de agricultura. Foto: Mauricio Moreno. EL TIEMPO

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En el complejo de páramos Tota-Bijagual-Mamapacha se han quemado en los últimos años más de 1.164 hectáreas de bosque, de acuerdo con Corpoboyacá. Restaurar algunas zonas de este último podría tomar, de acuerdo con la entidad, más de 70 años. Foto: Mauricio Moreno. EL TIEMPO

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La producción agrícola es también la base económica de cientos de familias que habitan en zonas cercanas a algunos páramos. Foto: Néstor Gómez. EL TIEMPO

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La siembra de cebolla es un trabajo manual y exigente, que suele requerir de jornadas extensas de hasta todo el día, sobre todo en la época de cosecha. Foto: Néstor Gómez. EL TIEMPO

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Brayan Alarcón y Cristian Cadena, jóvenes campesinos de Aquitania, han producido cebolla desde muy jóvenes. Foto: Néstor Gómez. EL TIEMPO

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La cuenca del Lago de Tota es clave para la producción y la gestión hídrica de los municipios de Aquitania, Cuítiva, Tota, y Sogamoso, y tiene una extensión total de 223 kilómetros cuadrados. Foto: Néstor Gómez. EL TIEMPO

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Desde muy niños, los jóvenes apoyan en el trabajo de la producción de cebolla. Foto: Néstor Gómez. EL TIEMPO

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Distintas iniciativas ciudadanas buscan, desde sus posibilidades, resembrar la cuenca y reforestar algunas zonas que han sido afectadas. Foto: Néstor Gómez. EL TIEMPO

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La pérdida de bosque alto andino y de bosque de páramo afecta gravemente la producción hídrica, pues menos árboles también se traduce en menos agua corriendo por las quebradas y ríos que alimentan al lago. Foto: Néstor Gómez. EL TIEMPO

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Trabajar de la mano con la comunidad local, según expertos, es clave para lograr un equilibrio entre la conservación del ecosistema. Foto: Néstor Gómez. EL TIEMPO

PROTEGER, CONSERVAR Y REGULAR

Según explica María Paula Escobar, investigadora de la Universidad de Bristol (Reino Unido) y quien ha estudiado de cerca la relación entre la comunidad y los páramos en el país, lo importante es entender el problema más allá de la estigmatización de los campesinos, pues el cultivo de papa y cebolla es desde los aspectos histórico, social y económico una columna vertebral de su cultura y su lógica de vida. Por eso mismo, lo que se requiere es políticas públicas claras que protejan el ecosistema sin satanizar a quienes lo habitan.

“Hay que plantearse un desarrollo rural que entienda que los páramos no son simplemente un ecosistema que produce agua y que es importante para las ciudades, sino que también son un territorio vivo donde la gente necesita reproducir su cultura”, enfatiza Escobar.

Al respecto, señala Herman Amaya, director de Corpoboyacá, una de las tres corporaciones autónomas con jurisdicción sobre Tota-Bijagual-Mamapacha, actualmente la entidad a su cargo viene trabajando en acciones para frenar los impactos que la agricultura y la ganadería están generando sobre el páramo y las zonas de amortiguación cercanas, donde habita gran parte de la comunidad campesina.

Amaya enfatiza en que desde Corpoboyacá han trabajado en temas como la educación ambiental, la identificación y control de incendios, el cultivo de frailejones y especies nativas de páramo en un vivero de la corporación para luego hacer siembras y en una fuerte gestión ‒que ha generado roces con la comunidad campesina‒ de control y regulación en el uso del recurso hídrico.

Según el funcionario, uno de los aspectos claves para entender cuando se habla de páramos es que estos ecosistemas, por sí solos, no son áreas protegidas. Son ecosistemas estratégicos definidos dentro de un mandato constitucional que pueden estar protegidos o no.

De hecho, en el país, solo el 51 % de los complejos paramunos tienen alguna medida de protección. Y si bien la Ley 1930 de 2018, conocida como ley de páramos, ordenó crear planes de manejo con medidas para su protección, el avance en el desarrollo de esos planes ha sido lento desde entonces. Sin embargo, asegura el funcionario, las autoridades ambientales no cuentan con los recursos suficientes para la formulación de dichos planes de manejo.

“¿Qué pasa? La formulación del plan de manejo de Tota-Bijagual-Mamapacha cuesta aproximadamente 1.525 millones de pesos. Corpobayacá tiene 7 complejos de páramos a su cargo. A la corporación le podría costar más de 20.000 millones de pesos la sola estructuración de planes de manejo. ¿Por qué? Porque tienes que desplegar todo un equipo humano de biólogos, ecólogos, agrónomos, sociólogos, geólogos para ir y entender ese espacio y poder planificar cuáles serán las medidas de manejo para preservar, conservar y restaurar y garantizar el equilibrio socioambiental con las comunidades que allí habitan”, señala Amaya.

En todo caso, Tota-Bijagual-Mamapacha es sin duda el reflejo de una realidad que cada vez más arropa a los páramos de Colombia: donde campesinos sin más opciones económicas siembran papa y cuidan vacas, mientras cada vez hay menos quebradas y ríos más secos y las entidades siguen maniatadas para evitar que donde había frailejones, bromelias y mortiños, hoy solo se vean cebolla, papa y vacas.

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