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Sumapaz: los campesinos que cuidan al páramo más grande del mundo

Carlos III: el camino del Rey

Campesinos: los guardianes que custodian Sumapaz

Rosalba Rojas Torres llegó a Sumapaz, con su familia, cuando tenía 11 años. Hoy, tiene 68 y se declara como una amante de su vida en el páramo.

EL TIEMPO | César Melgarejo

Persona

José Alberto Mojica Patiño

Enviado especial
de EL TIEMPO

El turismo, pese a estar prohibido, es una de las principales amenazas de este páramo capitalino: el más grande del mundo y el mejor protegido. Sus pobladores lo respetan y cuidan, pero piden poder ampliar la producción en sus parcelas.

“Las lagunas en Sumapaz son un tesoro divino. También los lindos senderos por donde yo siempre camino”.

Esas palabras las recita Rosalba Rojas Torres, una mujer de 67 años que toda su vida ha sido una paramuna. Nació en El Cocuy (Boyacá), en las faldas del nevado que lleva el mismo nombre de su pueblo y rodeada de frailejones. Y siendo una niña de 11 años llegó con su familia a vivir al páramo de Sumapaz. Vestida con una ruana blanca y motosa, a las afueras de su casa, cuenta que vive con su esposo, con una de sus cinco hijas y dos nietas.

“Aquí se vive con mucha tranquilidad porque para mí la ciudad es muy complicada. Y aunque este lugar es hermoso y debemos cuidarlo, también ha sido difícil: tuve cinco hijos, aquí hace frío y cae nieve”, cuenta Rosalba.

Pero aún así se siente privilegiada al vivir en este paraíso helado, donde la temperatura se mueve entre los 5 y los 8 grados y el frío es tan inclemente que le hace doler los huesos.

Sus días transcurren cuidando las matas de su jardín —novios rosados y blancos; gladiolos amarillos, orquídeas de flores moradas— y preparando los abonos orgánicos que le enseñaron a elaborar en un curso de agricultura limpia. Y se declara una defensora del páramo Sumapaz - Cruz Verde, donde —dice— vive inmensamente feliz.

“Yo aquí vivo muy contenta. En la pandemia, cuando en las ciudades empezaron a escasear los alimentos, aquí siempre tuvimos de sobra”, cuenta la mujer. Es tanto su amor por el territorio que habita que hasta le ha compuesto poemas, como el que se transcribe al comienzo de esta historia y que aquí continúa:

“Quien siendo colombiano y el páramo no ha visitado, es como quien teniendo la riqueza y no la ha disfrutado”.

Adriana Milena Fúneme Rodríguez es guardaparques del Parque Nacional Natural Sumapaz, que cubre el 43 por ciento del páramo Sumapaz - Cruz Verde. Lleva cinco años en ese trabajo. Y nos ubica geográficamente, destacando que estamos en la localidad 20 de Bogotá, que lleva el mismo nombre de este territorio, en límites con Usme. Y aclara que abarca a poblaciones de tres departamentos: a Pasca, Arbeláez, San Bernardo, Gutiérrez y Cabrera, en Cundinamarca; a Castillo, Lejanías, Guamal, Cubarral y La Uribe, en el Meta, y a Colombia, en el Huila. Y por lo que nos va contando, se empieza a entender que esta historia tiene un balance feliz. Y que podría tener un final feliz. O al menos, medianamente feliz.

Los datos más recientes están contemplados en el libro ‘Entre páramos’, presentado por la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (Usaid), que definió que el 89,35% de este ecosistema conserva sus coberturas naturales. El porcentaje restante se ubica hacia los sectores urbanizados de localidades de Bogotá y municipios de Cundinamarca.

“Recientemente se levantó un estudio de integridad ecológica que buscaba conocer el estado de conservación del área protegida y el resultado es que tiene el 98 por ciento de coberturas naturales conservadas. Solamente el 2 por ciento está en coberturas diferentes a las naturales”, cuenta Adriana y aclara que ese porcentaje minoritario se ubica hacia los sectores urbanizados de la localidad 20 y de algunos municipios del Meta.

Y comenta que antes de la creación del Parque Nacional Natural Sumapaz, en 1977, lo que había aquí eran fincas de campesinos, dedicados a la agricultura y la ganadería. Hasta hace 25 o 30 años —sigue la funcionaria— era costumbre que los labriegos, tras recoger las cosechas, les prendieran candela a sus parcelas para arrasar los rezagos de los cultivos y poder comenzar uno nuevo. A lo lejos se ven cicatrices sobre las extensas y verdes praderas. También los usaban como alimento para su ganado. Pero, con el paso del tiempo, esas prácticas quedaron en el pasado.

Sin embargo, no sucede lo mismo en otras regiones. A mediados del pasado mes de abril circuló un video en las redes sociales en el que el @danielandariego intenta apagar un frailejón de más de tres metros de alto en el páramo de Puracé, ubicado entre los departamentos del Huila y Cauca. A unos 200 metros se veía a un campesino haciendo lo mismo, en otro lote de frailejones.

“Imagínense la historia de lo que está detrás de todo esto: más de dos siglos. Y viene alguien inconsciente y le enciende fuego. Esto es lo más estúpido que puede pasar”, comentó indignado.

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Marco Pardo es el jefe del Parque Nacional Natural Sumapaz desde hace cinco años, tiempo en el que ha sido testigo de cómo el turismo ha venido aumentando debido a la cercanía con la zona urbana de la capital y a las facilidades de que permite la vía. Y aunque el turismo está totalmente prohibido en esa área protegida, comenta que el número de visitantes al año puede superar los 20.000, con una afluencia de 600 personas cada fin de semana.

“Los campesinos de Sumapaz tienen un arraigo impresionante por el territorio. Por eso no han permitido el ecoturismo, pues saben del impacto, el desorden y las malas prácticas de personas que no son de la comunidad. No quieren terminar sirviendo tintos en un hotel”, cuenta Prado y aclara que son solo 24 los trabajadores disponibles para custodiar este santuario de la naturaleza, de los cuales solo 8 son empleados; el resto son contratistas. Y son muy pocas personas para hacer control y vigilancia y evitar que la gente termine metiéndose por cualquier sendero o montaña. Por eso, insiste el funcionario, es fundamental fortalecer la vigilancia porque les resulta imposible controlar el a un territorio tan inmenso. No en vano, es el más grande del mundo, claro está, teniendo en cuenta que ese ecosistema solo se levanta en los Andes del norte, en los países de Colombia, Venezuela, Ecuador y Perú.

El turismo no regulado y las áreas por fuera de la figura de protección de Parques Nacionales Naturales ejercen presión sobre este ecosistema, del que se surte parte del agua que llega a Bogotá. Los campesinos, que lo cuidan y defienden, piden poder hacer un uso responsable de sus parcelas, pero no los escuchan.

Son 315.066 hectáreas las que componen esta área protegida, que equivalen a 3.150 kilómetros cuadrados, una extensión de tierra casi similar a la del departamento del Atlántico, con sus 23 municipios, que lo supera en 188 km2. O a casi dos veces el tamaño de Bogotá, cuya extensión asciende a los 1.632 km2.

Impedir que la gente se escabulla en la colosal montaña es como querer tapar el sol con un dedo. “Este parque es tan grande que es imposible evitar que la gente se meta a hacer paseos de olla”, se queja Prado. Y destaca que el interés por conocer este lugar se incrementó a propósito de la carretera que comunica a Usme con 17 veredas de la región, y que el Distrito inauguró en el 2019 tras una inversión de 5.899 millones de pesos. Una obra esperada por la comunidad desde hace muchos años y que desde entonces les ha permitido sacar sus productos de una manera práctica, sin los traumatismos de otras épocas.

Hay que resaltar que el único lugar autorizado para el turismo es la laguna de Chisacá, un espejo de agua que se pinta de azul o verde si el día está soleado, o de gris, cuando está nublado. Una imagen de postal. Los visitantes se bajan, contemplan un paisaje rodeado de frailejones centenarios y otras especies de plantas y arbustos, caminan un rato, toman fotos y se van. Es un espacio de no más de 3.000 metros cuadrados. Y sí, sorprende que este santuario natural, donde se respira aire puro, haga parte de la caótica capital del país. No hay señal de teléfono. Y el Internet es casi un milagro. Para recibir llamadas, deben acudir a puntos identificados donde saben que la comunicación será medianamente efectiva, pues son constantes las interferencias y las conversaciones al otro lado de la línea.

Pero no solo a la vía —que se ve como una serpiente que surca la montaña— se debe el auge turístico: también a los acuerdos de paz del 2016, firmados entre el Gobierno y las Farc, teniendo en cuenta que esa guerrilla, con sus frentes frentes 51 y 53, se impuso en este territorio estratégico dejando su estela de destrucción y muerte. Henry Castellanos, alias Romaña, planeaba tomas de poblaciones en Huila y secuestros con ‘pescas milagrosas’ en la vía al Llano. Y fueron muchos los secuestrados a los que escondieron en el páramo.

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“La cuarta parte del territorio de Bogotá la conforma el Parque Nacional Sumapaz y el Distrito no invierte en su conservación”, se queja Prado al afirmar que el presupuesto, para este año, fue de 670 millones de pesos, asignados por la entidad en la que trabaja. “Eso quiere decir que, por hectárea, se cuentan con apenas 2.500 pesos. Ni eso cuesta el pasaje en Transmilenio”, lamenta el funcionario al recordar que de allí sale el agua para 400.000 bogotanos, pues Sumapaz hace parte del Sistema Maestro de Abastecimiento de Bogotá, cuyo mayor caudal lo aporta el Parque Nacional Natural Chingaza, también en Cundinamarca.

Y también cree necesario fortalecer el apoyo a las comunidades campesinas, que deben restringir sus actividades agropecuarias por estar dentro de un área protegida. Y destaca tanto su amor por el territorio que se han resignado a limitar el uso de los predios donde han vivido durante muchas décadas.

“Comparado con otros parques, Sumapaz, además de toda su biodiversidad, tiene unos habitantes muy diferentes. Son campesinos con un arraigo impresionante al territorio”, reflexiona al hablar sobre las 1.122 familias que viven allí, según el censo del Instituto Humboldt.

Prado también expresa su preocupación debido a que los límites del parque hacia el costado oriental, donde colinda directamente con municipios de Cundinamarca y localidades de Bogotá, se encuentran por encima de los 3600 m. s. n. m. Así que solo cubre lo que estrictamente se considera como un páramo. Pero a partir de esa frontera, de ahí para abajo, en la transición entre páramo y bosque altoandino, las coberturas asociadas a este ecosistema están por fuera de la figura de protección del Parque Nacional. “El páramo ya está arrinconado en ese sector. Y esta condición ha ocasionado que las afectaciones por la ampliación de la frontera agropecuaria sean intensas y que áreas como la cuenca alta del río Tunjuelo hayan sido transformadas en gran medida y por eso, actualmente, están representadas por áreas de coberturas no naturales”.

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Daniel Rojas Pulido nació en medio del páramo de Sumapaz. Es profesor de un colegio, tiene 38 años y es un reconocido líder social en el territorio. Foto: Sergio Iván Acero. EL TIEMPO

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Un estudio reciente estableció que el 98 por ciento de coberturas naturales de Sumapaz están conservadas. Foto: César Melgarejo. EL TIEMPO

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Los jóvenes de Sumapaz han heredado, de sus padres y abuelos, el arraigo por el territorio y los oficios del campo. Foto: César Melgarejo. EL TIEMPO

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Según el Instituto Humboldt, son 1.122 familias las que habitan dentro del Parque Nacional Natural Sumapaz. Foto: Sergio Iván Acero. EL TIEMPO

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Un hombre afila una de sus herramientas, necesaria para sus labores en la parcela donde queda su vivienda. Foto: Sergio Iván Acero. EL TIEMPO

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El buen estado de los frailejones del páramo de Sumapaz se debe, en gran parte, al cuidado que los habitantes hacen de su territorio. Foto: Sergio Iván Acero. EL TIEMPO

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Los pastizales hacen parte fundamental del ecosistema de este páramo, que provee agua a un porcentaje importante de bogotanos. Foto: César Melgarejo. EL TIEMPO

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Ana Romero, una mujer de 56 años nacida y criada en este territorio, se gana la vida vendiendo leche y quesos. Foto: César Melgarejo. EL TIEMPO

Y considera que los pobladores requieren mayores recursos para impulsar las tareas de producción agroecológica. “También necesitan mejoras para que tengan una vivienda digna, pues son ellos los que cuidan el páramo”, sigue el funcionario.

Es el caso de Ana Romero, una mujer de 56 años nacida y criada en este territorio, puntualmente en la casa donde nos recibe, a orillas de la carretera, y donde vende el queso que prepara con la leche de sus cuatro vacas. “Esta casa es una herencia que mis abuelos les dejaron a mis padres, y que ellos me heredaron. Yo quisiera organizarla, ponerla más bonita, pero no nos dejan. Por todo ponen problema”, se queja la mujer al referirse a las estrictas prohibiciones de Parques Nacionales.

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La casa de Ana Romero queda en la vereda Santa Rosa. Y al frente se levanta un mural en tributo a Fanny Torres, Fernando Morales y Guillermo Leal, ediles de estas tierras que fueron asesinados por las Farc entre 2008 y 2009. Un hecho que dejó profundas cicatrices en la comunidad. Y en la misma vereda trabaja Daniel Rojas Pulido, nacido y criado en estas tierras y otro defensor del páramo.

Estudió istración de empresas y una licenciatura en ciencias sociales, y trabaja como profesor de la Institución Educativa Jaime Garzón del corregimiento de Nazareth: la misma escuela donde estudió cuando era un niño que le ayudaba a su padre con las labores del campo. Un colegio campestre que lleva el nombre del periodista y humorista Jaime Garzón, asesinado el 13 de agosto de 1999 —a los 38 años— y quien años atrás había sido alcalde precisamente de esta localidad.

Daniel Rojas es un hombre de 39 años con una larga experiencia en trabajo social con las comunidades de su territorio. Labores que comienzan desde muy tempranas edades porque, según cuenta, allí todos aman su tierra y quieren ayudar a cuidarla.

Vive en la vereda Taquecitos con sus padres y una hermana, en la misma finca que les heredaron los abuelos y donde, siendo un niño, aprendió a sembrar y arrancar papa, a amarrar a los terneros y a limpiar potreros. Siendo muy joven empezó a trabajar en la junta de acción comunal de la vereda, hasta convertirse, a los 18 años, en su presidente. También fue elegido como secretario general de Asojuntas, la organización que congrega a las 26 juntas de acción comunal de Sumapaz.

Daniel recuerda que tras el arribo de Parques Nacionales Naturales al territorio, se generó un choque con la comunidad debido a que las normas —hasta entonces desconocidas— eran bastante represivas. “Llegaron a implementar figuras de ordenamiento del territorio que no fueron construidas por las comunidades. Lo mismo sucedió con los planes de manejo ambiental y la delimitación”, explica.

“El choque fue muy fuerte porque llegaron a decirles a los campesinos que no podían sembrar papa ni tener ganado ni especies menores. Y ellos les respondían: ¿es que acaso les compraron la finca a mis abuelos?”, sigue. Los diálogos entre la comunidad y Parques fueron tensos, casi que congelados, entre los años 2000 y 2012. Y esas tensiones todavía sobreviven en temas como la propiedad privada.

Después de tantos reclamos de la comunidad, sin eco alguno, en el 2020 empezó a liderar la elaboración del Plan de Vida Territorial, que involucra a 180 personas.

“En las veredas Taquecitos y Santa Rosa, del corregimiento de Nazareth, de la localidad 20 de Sumapaz, habitamos 43 familias dentro del PNN Sumapaz. Somos personas de origen campesino, dedicados por más de nueve décadas a las actividades agrícolas y pecuarias, luchando por permanecer dentro del territorio con garantías por parte de las entidades del orden nacional, distrital y local”, dice el robusto documento, presentado en el 2021 a Parques Nacionales Naturales y a la Secretaría de Desarrollo Económico de Bogota.

El pasado 11 de marzo tuvieron una nueva reunión con dichas instituciones, para hacerle seguimiento, pero hasta el reciente 13 de mayo, afirma, no les han dado respuesta alguna.

Y pone varios ejemplos para explicar dicha iniciativa, que sigue siendo ignorada. “Una familia siembra una o dos hectáreas de papa en una propiedad de muchísimas más hectáreas. Eso no sucede por los acuerdos internos de preservación. Cada finca debe tener área de protección, restauración y producción y un modelo rentable de economía campesina”. En el caso de la finca donde vive con su familia, dice, tiene 160 hectáreas. Pero de esas solo hay 20 en producción. El resto es para preservación.

Lamenta que, debido al artículo 13 de la ley segunda de 1959, no se les permita a los habitantes de estos territorios hacer uso de las propiedades que compraron o heredaron hace tanto tiempo, antes de que fueran declarados áreas protegidas por Parques Nacionales Naturales. “Quedará prohibida la adjudicación de baldíos, las ventas de tierras, la caza, la pesca, y toda actividad industrial, ganadera o agrícola, distinta a la del turismo o a aquellas que el Gobierno Nacional considere conveniente para la conservación o embellecimiento de la zona”, dice la norma. En el caso de su familia, cuenta, compraron la finca en 1965. “De haber sabido que no podían cultivar la tierra, no la hubieran comprado”, sigue Daniel en su reclamo. Y añade que dicha condición no les permite acceder a créditos bancarios y, menos, vender.

Daniel, sus vecinos y la inmensa mayoría de pobladores del páramo más grande del mundo están dispuestos a seguir defendiendo a capa y espada el ecosistema donde viven y son felices. Pero esperan que sus reclamos sean escuchados y atendidos. Porque no solo de la belleza puede vivir el hombre.

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