El video es aterrador. Nuestro señor y salvador Jesucristo se retuerce en perpetua agonía en la cruz. Su martirio no está adornado por los ojos en éxtasis de algunas pinturas barrocas o con el heroísmo de rockstar de Diego Velázquez en el Museo del Prado. 'El Cristo', del artista inglés Mat Collishaw, es un Cristo humano y desgarrado; su martirio –en la obra Shakin’ Jesus– se extiende durante cuatro largos minutos. El video -en el segundo piso del Mambo-está en una pantalla vertical a dos metros de altura. Y mientras se mira hacia arriba solo puede pedirse en voz baja que se acabe el horror.
La exposición, ‘Un placer incierto’, es una parte de una de las colecciones de video arte más importantes del universo conocido. Su dueño, el galerista suizo Pierre Huber, fue uno de los personajes que impulsó Art Basel, la feria más importante del arte del mundo; el lugar donde solo se codean los artistas más cotizados del planeta.
Solo algunos nombres de la exposición, como el de William Kentridge (que tuvo una de las mejores exposiciones de todos los tiempos en el Banco de la República), o el de Nam Jun Paik (nada menos ni nada más que el 'padre del videoarte'), deberían ser un imán para ir a verla. Pero hay mucho más.
Frente al Cristo de Collishaw hay un video que contrasta con otro tema católico; pero esta vez en forma de banalidad: en el video de Sylvie Fleury los tacones de una mujer rompen una bolas de Navidad.
La obra de Nam Jun Paik tiene un televisor de los 50 que ofrece en su pantalla la estampa de un duelo samurai. Foto:cortesía Mambo
Eugenio Viola, el curador del Mambo, no puede esconder su orgullo en el auditorio principal del Museo. “sco Vezzoli es, al lado de Maurizio Cattelan, el artista más importante de Italia”. Viola es italiano y sabe de lo que habla. Trabajó con Vezzoli y me explica las sutilezas de las tres partes del video en el que aparecen divas italianas entradas en años en unos sentidos performances musicales. “Fueron famosísimas”, dice. En medio del decorado donde cantan estas mujeres monumentales, Vezzoli aparece sentado tejiendo sus retratos con hilo y aguja como una tierna abuelieta de comienzos del siglo XX.
Parte del encanto de la exposición es la puesta en escena. El Mambo ofrece la sensación de haber sido construido exactamente para la muestra. Hay salas con mesas y sillones para ver los testimonios de la comunidad trans en Turquía o tiene unas sillas de playa para ver el video de la australiana Tracey Moffatt que retan el voyerismo masculino; en el video ella ve a los surfistas con el mismo morbo con el que los hombres podemos 'cosificar' a las mujeres. El nicho para bajar a la planta baja merece un comentario aparte: la obra de Nam Jun Paik debería quedarse para siempre como parte de la colección del Museo; es una pieza que merece que no se mueva un solo centímetro.
La obra es un viejo televisor de los años 50 que, en lugar de tener un tubo de rayos catódicos, ofrece en su pantalla la estampa de un duelo samurai del artista japonés Utagawa Kuniyoshi (1798-1861).
El cuarto dedicado a Kentridge –con sus tres pantallas de piso a techo– es un completo alucine; al igual que el ruido infernal que produce la sala de la sudafricana Candice Breitz, donde las voces de Sting, Freddy Mercury y Prince, entre otros idolos del pop, se mezclan en una distorsión delirante.
Hay otras piezas maestras como el Pinocho de Paul McCarthy. En su video, el irreverente artista estadounidense aparece vestido como el mentiroso más famoso de todos los tiempos en diferentes tareas domésticas y con la cara y la cabeza torcidas. Hay algo oscuro, hipnótico y perturbador en su figura y en sus movimientos. La pantalla está acompañada por el disfraz original del performance de 1994.
Y hay espacio para el sexo. El video del inglés Isaac Julien ofrece una relectura de la obra del inmortal e ‘inmoral’ Robert Mapplethorpe, que en su momento escandalizó al mundo del arte con sus fotos de sadomasoquismo y una estética homosexual del cuero, las mascaras, los látigos y los puños cerrados. Julien retoma esos elementos con una musicalización tranquila y una historia que propone una trama surrealista de amor puro.
La exposición merece por lo menos dos horas de visita y, sin duda, es un verdadero lujo para un museo latinoamericano. Pierre Huber tenía una ambición desbordada. La colección tiene obra de artistas de todas partes del globo (la primera con la que se encuentra el espectador es otro imperdible: Un placer incierto, del chino Peili Zhang): hay ingleses, italianos, mexicanos, un colombiano (el gran Alberto Baraya), australianos, sudafricanos… son varias décadas de video arte concentradas bajo un solo techo.
Vale la pena detenerse en cada uno y dejarse absorber por las pantallas.
En este portal utilizamos datos de navegación / cookies propias y de terceros para gestionar el portal,
elaborar información estadística, optimizar la funcionalidad del sitio y mostrar publicidad relacionada
con
sus preferencias a través del análisis de la navegación. Si continúa navegando, usted estará aceptando
esta
utilización. Puede conocer cómo deshabilitarlas u obtener más información aquí