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Una entrevista con Darío Jaramillo, premio nacional de poesía
El escritor antioqueño le dijo a BOCAS que su verdadera vocación es no hacer nada.
Darío Jaramillo Agudelo. Foto: Pablo Salgado / Revista BOCAS
Darío Jaramillo lleva una chaqueta azul, pantalón oscuro y camisa blanca. Nunca usa camisas de otro color. Lo hace para identificar a ese otro que antes fue y que alguna vez escribió poemas o frases que ha olvidado y ahora le son ajenas.
Retira de uno de los bolsillos un sacapuntas y un lápiz y en un pedazo de hoja hace algún apunte, intentando ordenar imágenes y ver qué especie de artefacto narrativo podría salir de él. Cuando escribe siempre lo hace a mano. Lo hace por el gusto de hacerlo, por el principio de placer que domina las cosas. El día que escribir le produzca más trabajo que placer, el día que se vuelva una profesión o una obligación, sencillamente deja de hacerlo.
En su apartamento –cerca del lugar en que nos encontramos– tiene una colección de plumas –Sheaffer, Parker, Montblanc– con las que compone frases, párrafos, páginas que serán novelas. Novelas que serán libros. Libros que serán poemas. No lo duda: literatura es igual a poesía. Al abrir la puerta sucede lo inesperado: una explosión de silencio. Aunque el edificio en el que vive está ubicado frente a la carrera Séptima, no se escucha el ruido de los carros cuando aceleran, ni el de los pitos, ni los gritos de la gente en la calle. Ha aislado el sonido por medio de una doble ventana porque le aturde demasiado el ruido. El apartamento es amplio, luminoso y luce bastante limpio.
Darío Jaramillo Agudelo. Foto:Pablo Salgado / Revista BOCAS
Vive solo, pero en su apartamento siempre hay lugar para sus amigos, incluso una de las habitaciones ya tiene nombre propio, es la de Manuel Borrás cada vez que viene a Bogotá, su amigo y editor desde que entró a formar parte del catálogo de la editorial Pre-Textos, en España.
La tarde es calurosa pero inestable, con una luz llena de opacidad, como de lluvia entreverada de sol y suspendida en el aire. Por esos fenómenos climáticos es que le gusta vivir en Bogotá, con su frío y sus aguaceros, con su tono gris y ese sol picante que aparece sin dar aviso.
Si fuera un país, Darío Jaramillo sería Suecia o Finlandia, porque le gusta el norte, porque le gusta el frío. Si tuviera la suerte de estar cerca del mundo del cine –que, por cierto, no le gusta– trabajaría con Ingrid Bergman, sería su amigo, su novio. Si fuera un equipo de fútbol sería el Deportivo Independiente Medellín, al que sigue desde pequeño, aunque no con demasiada pasión, porque nunca ha sido apasionado ni para el fútbol ni para el béisbol, otro deporte que también le gusta. Si fuera una canción sería un bolero: “Vete de mí”, de Homero Expósito. Dice que su principal vicio es la vagancia y que lo que ha sido, y seguirá siendo, es un aprendiz de escritor.
No es capaz de viajar si no lleva por lo menos tres libros que lo acompañen. De Colombia se queda con Bogotá, de Bogotá con el Jardín Botánico, el Museo del Oro y el Museo del Banco de la República. Para él, la palabra más equívoca que existe en el castellano es “amor”. Tiene la teoría de que el amor es un estado preverbal, anterior a la palabra. Cuando se enamora, escribe; cuando se desenamora, corrige, borra, rechaza, edita, porque sabe que la mayoría de los poemas de amor adolecen de sentimentalismo. De mentira. Tiene claro que el poema siempre se compone en dos tiempos, o –como dice Jaime Jaramillo Escobar– que el buen poema se come frío.
ira profundamente a escritores como Tolstoi, Dickens, Víctor Hugo, Stendhal o Dumas y los cree personajes históricos, absolutamente superiores, que escribían a la luz de una vela. El siglo diecinueve lo deslumbra. No sería jamás un escritor como Roberto Bolaño, porque le parece fofo, aburrido, un mago de un solo truco. Si fuera un héroe de ficción sería Tom Sawyer, porque es la infancia que nunca se tiene. Si fuera un viaje sería un recorrido por las ciudades de Alemania.
Darío Jaramillo: escritor, editor, autor de siete novelas, entre ellas La muerte de Alec, finalista del premio Plaza y Janés en 1983; La voz interior, finalista en España del premio Fundación José Manuel Lara en 2007, e Historia de Simona, novela con la que ganó el Premio de Novela Corta José María de Pereda en 2010. Autor, además, de nueve libros de poesía y tres de ensayo.
Darío. Darío Jaramillo Agudelo. Actual ganador del Premio Nacional de Poesía por su libro El cuerpo y otra cosa.
Desde niño adquirió el gusto por los libros y el lenguaje. ¿Cómo se cambian los juegos de niñez por los libros?
Tuve dos vías lúdicas. Mi bisabuelo Fernando Roldán, que tenía un defecto enorme y era que nunca se callaba. Pero yo gozaba al escucharlo. La otra vía fue mi papá, que me regaló una lotería que tenía las letras. Yo me aprendí la forma de las letras escritas en mayúsculas y en kínder sabía leer en mayúsculas, pero no en minúsculas. Además, mi papá decía versos de Lope de Vega o san Juan de la Cruz en voz alta y aunque yo no entendía nada, me gustaba el sonsonete. El primer libro que me regaló fue Cuentos Pintados, de Pombo. Ya cuando tenía trece o catorce años cayó en mis manos Canto a mí mismo, de Whitman y poco después leí a León de Greiff; no entendí un carajo, pero encontré unos ciertos poemas de mi gusto, entonces empecé a imitarlos.
¿Desde entonces fue importante la soledad para usted?
Sí, porque como yo no tengo ni hermanos ni hermanas, cuando llegamos a vivir a Medellín la vida me cambió en muchos sentidos. Yo tenía siete años, habíamos llegado al centro de la ciudad y, como era peligroso que un niño saliera a la calle, el límite de mi territorio era la puerta de la casa. Yo ya tenía cierto gusto por los libros, hojeaba revistas y de esa manera me entretenía. No era porque tuviera que aceptar la prisión del centro, era la manera para crearme un hábitat en ese lugar. Fue esa naturaleza la que me llevó a que me gustara estar en silencio y a solas, que era como estaba casi todos los días.
Entonces, ¿cuáles eran sus juegos de niño?
Jugaba mucho en el patio de la casa, que estaba lleno de materas. Mi madre, sin aspavientos, dejó ese territorio para mí. Yo involuntariamente quebraba materas porque jugaba a rebotar la bola contra la pared, hasta que ya no hubo materas. Jugaba contra mí mismo y, sin embargo, perdía porque siempre me ganaba la pared.
Escribo por rachas. Sin importar la hora, de día o de noche. Me da la racha y me rapta la escritura. Pero, sobre todo, paso días sin escribir nada, no tengo ninguna obligación de hacerlo.
Fue en esa época cuando también descubrió la música que vendría a ser tan importante para su escritura. ¿Qué escuchaba?
Poco a poco fue llegando. Si uno vive en 1953 en un pueblo de Antioquia, a media cuadra hay una cantina donde están sonando Gardel, Leo Marini, la Sonora Matancera, con un montón de canciones que uno no sabe que se las sabe. Además, soy de una generación radial. La música clásica estaba presente por un vecino inverosímil que teníamos: ahí vivía el notario de Santa Rosa de Osos y su hijo menor estudiaba derecho en Medellín en ese momento, era locutor en la Radio Bolivariana. Un día estoy frente a la casa de ellos y veo al hijo con un disco enormemente grande. Yo todos los que conocía duraban tres minutos y eran de 78 revoluciones. El locutor, el hijo menor del notario, era Bernardo Hoyos.
Conoció a Borges cuando tenía quince años. ¿Cómo fue ese encuentro?
Tenía catorce o quince años y era estudiante del colegio San Ignacio, de Medellín. Borges venía a dar una conferencia sobre el tango en el paraninfo y mi sorpresa fue que la comisión para recibir a Borges y llevarlo al hotel éramos Alfredo de los Ríos y yo. Borges venía en compañía de Fernando Arbeláez, un poeta de Manizales, director de Extensión de Cultura del Ministerio de Educación, que era el que lo había traído. Le ayudamos con la maleta y lo llevamos al hotel Nutibara. Llegó un fotógrafo de algún periódico y tomó una foto. Le pregunté a Borges cuál era la cualidad humana que más iraba y me respondió algo que me impresionó: la bondad.
¿Cuándo empezó a escribir y publicar poesía?
Empecé a escribir en épocas del colegio, el año en que me gradué que fue en 1965. En esa época aprendí por mi papá algo que es muy cierto: “En Colombia el que escribe para comer, ni come ni escribe”. Mi primer libro fue Historias, que salió en un editorial que hicimos con Cobo Borda, y que no pasó de editar dos libros, uno de él y el mío. Yo no lo tenía, y hace poco, en la celebración del Premio Nacional de Poesía, alguien tenía un ejemplar y se lo compré.
Darío Jaramillo Agudelo. Foto:Pablo Salgado / Revista BOCAS
Estudió economía y derecho, sin embargo, su vida ha sido dedicada a la literatura. ¿Nunca pensó hacer la carrera de estudios literarios?
No, lo que yo quería era ser ingeniero porque me gustaban las matemáticas, pero no lo tenía muy claro. Lo que sí quería hacer era irme de mi casa; entonces busqué algo que no hubiera en Medellín, y como en Medellín no existía la posibilidad de estudiar derecho y economía al mismo tiempo, me vine para Bogotá. Pero nunca iba ser un buen abogado porque nunca tuve pasión por ninguna de las dos carreras, así que tienes al frente a un abogado y un economista que no sabe nada de derecho ni de economía.
Estando en quinto semestre empezó a ejercer la docencia y fue profesor de personajes como Noemí Sanín y Ernesto Samper…
Comencé a trabajar como secretario de una comisión que estaba realizando el Código de Comercio. En determinado momento ocurren dos hechos y coinciden: se dicta el Código de Comercio y el profesor de Sociedades en la facultad donde yo estudiaba tenía algo que hacer durante dos meses; a mí me tocó remplazarlo porque yo sabía lo que había pasado en esa comisión redactora del código. Por esa coyuntura, fui profesor de ellos, que ni se deben acordar, espero que no. Después fui profesor asistente de derecho y ahí le di clase a gente muy valiosa: Gustavo Bell, Eduardo Posada, el fiscal general Martínez. Yo la pasaba muy bien porque para sacarlos un poco de la onda de abogados los ponía a leer Los viajes de Gulliver, que les surtía muy buenos efectos.
Pero ejerció también la docencia al graduarse, ¿o no?
Yo había sido muy buen estudiante, entonces al año siguiente de salir de la facultad el cura Giraldo, que es un personaje legendario, me ofreció ser profesor asistente y por varios años estuve de profesor en Introducción al Derecho. Fueron siete años, hasta que me fui de Bogotá. Para preparar una clase me demoraba dos días. Y tenía pánico escénico. Hasta que me di cuenta de que el esfuerzo era demasiado, que no era lo mío. Entonces lo dejé.
Fue ahí cuando entró al Banco de la República.
El banco vino a salvarme del derecho y de la economía porque me puse a trabajar en el área que quería, manejando las bibliotecas y museos como subgerente cultural del banco. Ahí sí me entusiasmé bastante.
¿Vive con pánico escénico todavía?
Vivo con pánico cuando leo poemas. Antes de la lectura estoy desquiciado. Una vez empiezo ya no me doy cuenta de lo que estoy haciendo. Termino y lo que quiero es acostarme a dormir y relajarme.
Como subgerente cultural del banco usted fue el interlocutor de Botero con todo lo relacionado a la donación de la colección de arte. ¿Cómo fue?
En términos operativos yo fui el delegado para todo. En alguna ocasión hicimos una exposición de La corrida, la serie de cuadros que él hizo del toreo. Dos o tres años después de esa exposición Botero me llamó y me dijo: “Darío, quiero la casa donde expusimos La corrida para donarle a Colombia mi colección de arte”. Al poco tiempo iniciamos la remodelación de la casa y el montaje de las obras. Todo bajo los requerimientos de Botero, que fue siempre muy racional. Pidió unos planos de todas las paredes a escala y devolvió los planos con los cuadros colgados a escala, la condición que puso es que no se moviera un solo cuadro. Todo lo hizo con la naturalidad de alguien que sabe qué es lo que está haciendo. En una reunión con los abogados y la gente del banco, él me dijo: “Acabemos esto rápido que estoy que me pinto. Me tengo que ir a pintar”.
En el momento en que puse la llave en el candado echo pie a tierra y estalla una bomba en mi pie. Quién la puso, no lo sé, y no estoy muy interesado en saberlo.
En 1989 tuvo un accidente en el que perdió su pie derecho. En su libro Historia de una pasión lo menciona, pero no puntualiza qué fue lo que sucedió...
Vinieron unos músicos ses a tocar en la Luis Ángel Arango, eran amigos de Alberto Zalamea, y mi amigo Fernando Martínez Sanabria nos invitó a todos a un almuerzo en su finca en Sopó, su criadero de caballos. A las cuatro de la tarde, que termina el almuerzo, salimos y la puerta del criadero estaba cerrada con llave. Fernando me pasa las llaves y me dice que abra y en el momento en que puse la llave en el candado echo pie a tierra y estalla una bomba en mi pie. Quién la puso, no lo sé, y no estoy muy interesado en saberlo. Eso me ha llevado a desarrollar una teoría del olvido que va en contra de todo lo que hay ahora, de que la verdad debe ser dicha y de que deben ser aclarados todos los puntos. No saber quién puso esa bomba ahí me quitó la carga de odiar a alguien, de tener una amargura…
Fueron indispensables sus amigos a la hora de su recuperación por el humor con el que se acercaron ante la tragedia que había vivido.
Sí, porque desde que se acercaron solo hicieron bromas durante los cuatro meses que pasé en la clínica. Chistes de mi pie: “Dios bendiga el aire que ahora pisas” o, “el Medellín es tan mal equipo que hasta sus hinchas son mochos”. Cosas así.
En su libro El juego del alfiler habla del hastío que le produce viajar. En últimas, ¿le gusta o no le gusta viajar?
Me gusta y no. Las dos cosas, creo yo. Durante muchos años yo no viajé mucho precisamente porque tenía un trabajo sedentario. Además, por mi pata de palo debo viajar estirado, ella es de primera clase y yo de tercera. Ahora viajo más y hay veces que al regresar de un viaje me cuesta mucho trabajo arrancar de nuevo lo que estaba haciendo. Yo no recuerdo quién era el que hablaba de eso, pero decía que la partida, eso de partir, era verdad, que uno viajaba y se le partía el alma, entonces uno iba llegando por pedacitos a la casa. Tienen que pasar tres o cuatro días para que uno llegue completo.
Su poesía y muchas de sus novelas tienen mucho que ver con música. ¿Es indispensable para usted a la hora de escribir?
Yo tengo un problema con eso. A mí me gusta mucho la música, pero difícilmente soporto la música de fondo. No nos aguantamos. Nunca pongo música para escribir, de ninguna manera. Pero es porque soy un tipo secuestrable por los sonidos. Para bien y para mal, porque si hay algo que me saque de casillas es un ruido infernal. Cuando me siento a oír música eso es lo único que hago, no puedo hacer otra cosa. Con la música tengo una relación muy cercana a pesar de que no sé nada de música. Todo lo que hacen los músicos lo ignoro, pero me gusta sentarme a oír y solo a oír lo que esos tipos hacen. Sobre todo la música de Chopin, de Mozart, Bach, el jazz, la música latinoamericana…
Tiene una enorme colección de música. Supongo que muchos de esos discos vienen de cuando escribió La poesía en la canción popular latinoamericana…
Sí, cuando estaba haciendo el libro compraba y compraba discos. Cuando el editor Manuel Borrás vio todo lo que había comprado, me dijo: “Los derechos que te vamos a pagar no van a alcanzar a pagar los discos que compraste para hacer el libro”. Y es verdad, no alcanzó, pero los discos están ahí y los escucho por rachas.
Darío Jaramillo Agudelo Foto:Pablo Salgado / Revista BOCAS
¿Cómo fue el conflicto que tuvo con Juan Manuel Roca?
Era la primera vez que se hacía el Premio Nacional de Poesía Universidad de Antioquia y yo dije que por el jurado que había el ganador iba a ser Juan Manuel Roca. Le amargué el premio y cometí un error. Por esos días nos encontramos en la puerta del Gimnasio Moderno, él me ve y me dice: “Darío, te voy a pegar”, yo le respondí que no, e insistió: “¿Por qué no?”. “Pues porque voy a salir corriendo”. Había gente cerca y la carcajada fue general, entonces ahí sí se abalanzó sobre mí, pero no alcanzó a golpearme porque salí a correr. Así pasaron varios años, hasta que las cosas se suavizaron. Hemos compartido muchas veces escenario. La última vez que nos vimos fue en mi casa, porque Manuel Borrás traía ejemplares de un libro de Juan Manuel, que acababa de hacer Pre-Textos, entonces yo lo invité a comer en mi casa y fue un momento muy grato con Borrás, Luis García Montero y Juan Manuel, que estaba muy emocionado recibiendo su libro.
En su libro La voz interior el personaje Walter Steiggel escribe un libro llamado Los motivos de Dios, que son tesis teológicas muy sólidas. ¿Qué es Dios para usted? ¿En qué cree?
No lo sé. Todas mis sospechas me indican que Dios existe, pero que más allá de eso todo es una broma. Ese personaje que menciona escribe un libro sobre los motivos que habría podido tener Dios para crear al hombre y todas las hipótesis me parecen verosímiles.
¿Vuelve a visitar sus libros? ¿Se lee?
No le encuentro mucho sentido a leerme. Sé de qué tratan mis libros, pero no los recuerdo con precisión. Fueron importantes cuando los hice y convivía con los personajes. Pero llega el momento en que lo entrego al editor a ver si le interesa y me desconecto. Cuando se hizo una reedición de La muerte de Alec y me mandaron las pruebas, estaba tan desprendido que contraté a alguien para las correcciones. ¡Qué voy a gastar cinco o seis horas de mi tiempo en eso si todavía hay muchas cosas nuevas para hacer!
¿Es cierto que olvidó a uno de sus personajes en una presentación con Elena Poniatowska?
Dos o tres años después de la primera edición de Cartas cruzadas, la editorial Era hizo una edición en México y me invitaron a dar unas charlas. Elena iba a presentar el libro. Ella iba tranquila, tomando cerveza, pero yo iba aterrado con el vuelo, lleno de miedo. De repente ella me dice: “¿Cuál es tu personaje favorito? El mío es Carlota”. ¡Pues imagínate que yo ya había olvidado ese personaje! No sabía quién era Carlota, pero eso indica la distancia que tengo con mis libros.
¿Y con la poesía?
Con la poesía es distinto porque con frecuencia me invitan a leer y por decencia ensayo los poemas, entonces me releo mucho, pero me releo para fuera.
¿Podemos afirmar, como dice uno de sus personajes, que el interés con la escritura es olvidarse de sí mismo?
Una buena definición es salirse de uno mismo, fundirse con el resto de la creación. Ese también es uno de los predicados de algunas religiones orientales y de algunas drogas que producen eso: siempre el fenómeno es ese, salirse del yo. Lo que resulta muy paradójico es que por medio de la literatura uno tenga que empezar afirmando el yo para después disminuirse.
¿Si no fuera escritor, qué sería?
He sufrido suficientes cambios en mi vida como para darme cuenta de que uno se adapta a todo. En enero de 1989, si me preguntas si hubiera sobrevivido solo con la pata izquierda, me hubiera aterrado con la pregunta. Si me quitan las palabras alguna otra cosa haré. Pero por gusto siempre, no por obligación o trabajo.
Darío Jaramillo Agudelo. Foto:Pablo Salgado / Revista BOCAS
Lleva jubilado diez años. ¿Cómo ha cambiado su vida desde su jubilación?
Desde que no tengo una semana laboral creía que iba a escribir más, pero escribo mucho menos. Escribo por rachas. Sin importar la hora, de día o de noche. Me da la racha y me rapta la escritura. Pero, sobre todo, paso días sin escribir nada, no tengo ninguna obligación de hacerlo.
Aparte de la escritura, ¿cuál es su mayor talento?
Hace varios años descubrí que mi verdadera vocación era ser jubilado. Lástima que me haya demorado tanto en llegar a la jubilación, porque en mi caso no estoy hecho para hacer muchas cosas.
Usted escribió que “lo esencial es usar bien el tiempo, trabajar únicamente el tiempo necesario para vivir con dignidad”. ¿Cómo vive usted y qué es para usted el tiempo?
El tema verdadero siempre es el tiempo. El misterio es él. Es algo inasible para mí. Es una cosa relativa, pero también absoluta y fatal. Ineludible. De pronto parpadeo y tengo setenta años, y me digo: “¿Cómo voy a tener setenta años si no sé qué es lo que voy a ser cuando esté grande?”. Porque todavía tengo esa pregunta en mí, todavía no sé qué voy a hacer cuando sea grande. Pero después pienso que hace diez años me jubilé y entonces me pregunto cuánto me queda de vida… La única verdad es que todos estamos siempre más cerca de la muerte.
¿Es la soledad el territorio donde se afirma?
Vivimos una cultura tan necesitada de emociones externas que ha demonizado la soledad. Lo único que uno tiene es a uno mismo. A mí me encanta la soledad, es como necesito estar para leer o escribir. Y, además, la soledad me gusta acompañada de silencio.
¿Tiene algún sueño por cumplir?
Sí, un sueño inducido por el olfato: siempre he tenido el sueño de saber de carpintería.
Hay un Darío escritor, otro lector, otro que ama la música, otro más que solo quiere permanecer estático y callado… ¿Con cuál se queda?
Con ninguno de los que hacen cosas, sino con el que no hace nada. Hacer cosas es divertido, pero soy más yo mismo cuando estoy quieto y en silencio, sin nada que hacer.
¿Cree que usted fue diseñado para la quietud?
Sí. En este momento soy un mueble. Tengo que hacer un esfuerzo adicional para moverme, pero así es como mejor me siento.
Además de escribir, ¿qué cosas le gusta hacer?
Estar quieto y no hacer absolutamente nada. En silencio. Pero no siempre se puede. La siesta me encanta. Y leer.
RUBÉN DARÍO HIGUERA
FOTOGRAFÍA PABLO SALGADO
REVISTA BOCAS
EDICIÓN 70 - DICIEMBRE 2017
Humor, soledad y silencio
Por Rubén Darío Higuera
Fotografía Pablo Salgado Foto:Revista BOCAS