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El arquitecto bogotano de 76 años que ha construido más de 3.000 aviones de juguete

Él es Álvaro Gómez, quien tiene una obra de miles de aviones a escala en su casa, ubicada en Los Rosales.

Desde los 4 años de edad, el arquitecto Álvaro Gómez Morales ha construido pequeños aviones a escala. Esa es su gran afición.

Desde los 4 años de edad, el arquitecto Álvaro Gómez Morales ha construido pequeños aviones a escala. Esa es su gran afición. Foto: Ricardo Rondón

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Como en un cuento para niños de los tiempos de Charles Dickens, Mark Twain o Stefan Zweig, diríase que el arquitecto bogotano Álvaro Gómez es un chiquillo de 76 años que no cesa de fabricar aviones de balso, lanzarlos al aire y fantasear con su vuelo.
En las serenas veredas de la longevidad, y en la soledad de sus días, Gómez Morales carga sobre sus hombros al niño curioso e hiperactivo de 4 años que, no más advertir el rugido de los motores, salía corriendo de su casa paterna de Los Rosales a ver los aviones DC3 que impetuosos cruzaban el firmamento.
De esa edad a la fecha, el arquitecto egresado de la Universidad de los Andes persiste en su afición por el aeromodelismo. Ha hecho de su morada del exclusivo sector de Los Rosales, en Bogotá, un increíble hangar de aeroplanos a escala, cada uno con historia propia. Con su marcado acento de cachaco de antaño, revela que ha elaborado más de 3.000 aviones.
Los hay por todos los espacios y rincones de la casa. Por estos días, los muebles de la sala están ocupados con parte de los 87 modelos de la historia de la aeronavegación de la Fuerza Aérea Colombiana (FAC). Las réplicas del parque aéreo de la institución militar comprenden desde el primer aeroplano Caudron G3, de manufactura sa, de 1920, hasta los Kafir y los Mirage de 1993. Dice el genio del aeromodelismo que su último deseo es ver su irable colección en el museo de la FAC.
La antigua residencia de dos plantas, propiedad de Álvaro Gómez Morales, rompe con los modernos edificios de apartamentos de la calle 74A con carrera 2.ª.

La antigua residencia de dos plantas, propiedad de Álvaro Gómez Morales. Foto:Ricardo Rondón

Nos enteramos del Da Vinci de Los Rosales, como conocen en el sector al arquitecto de marras, por una vecina suya, la antropóloga Helka Quevedo. La anécdota de cómo ella lo conoció es bien simpática: un día soleado iba con unas amigas de caminata por el barrio, cuando vieron en la calle al venerable hombre volando un avioncito. A Helka le pareció curiosa la escena y le preguntó que si él los hacía. “Sí –respondió Da Vinci–, los vengo haciendo desde los 4 años”. Cuando fueron a su domicilio, las damas no salían de la estupefacción.

Un elfo inventor

La antigua residencia de dos plantas, propiedad de Álvaro Gómez Morales, rompe con los modernos edificios de apartamentos de la calle 74A con carrera 2.ª. El dueño de casa inspira el espíritu y las hechuras de un idílico elfo de película medieval: delgado, mediana estatura, cabello ralo, níveo, igual que su barbilla. Las antiparras colgadas al pecho. Nos recibe afable con un gorro de brusco pelaje, a la usanza de los pilotos de la Segunda Guerra Mundial. Su rostro, sobre todo su mirada, se asemeja a la del escritor norteamericano Ernest Hemingway.
El techo del estudio está tachonado de aeronaves de múltiples diseños y tamaños. Igual que las estanterías repletas de mamotretos y enciclopedias relacionadas con la aviación, y un arrume de más de 2.000 planos y diseños de naves a escala. Adheridas a un tablón, hay decenas de herramientas de carpintería.
De las tradicionales y de las que el viejo aeromodelista se inventa: de ahí el remoquete del Da Vinci de Los Rosales. Hay una pared destinada para premios y reconocimientos: diplomas del Colegio Max León, en Chapinero, donde cursó becado primaria y bachillerato por haber arrasado con los concursos de dibujo.
Ha hecho de su morada del exclusivo sector de Los Rosales, en Bogotá, un increíble hangar de aeroplanos a escala

Ha hecho de su morada un increíble hangar de aeroplanos a escala. Foto:Ricardo Rondón

Los diplomas de la Nasa y de la Universidad de América de 1971. Honores también le confieren las credenciales como campeón nacional de aeromodelismo, vuelo libre, clase media A, en cuatro años consecutivos: de 1965 a 1968.
En el taller del Da Vinci de Los Rosales se mezcla el penetrante olor de cianoacrilato (pegante de o fuerte y secado rápido, que algunos cirujanos utilizan para sellar heridas) con la humareda incesante de Pielroja, matapechos que el veterano confiesa estar fumando desde los 11 años.
Al trajinado cenicero de hierro, réplica del monumento a los Zapatos Viejos, del poeta cartagenero Luis Carlos López, no le cabe una colilla más. El niño juguetón de un solo pestañear, el septuagenario constructor de aeronaves retoma la lúdica del pequeño que salía disparado de la casa a ver los DC3 que surcaban imponentes el cielo de Los Rosales.

¿Qué pensaba aquel niño ante el prodigioso espectáculo?

“Después de verlos volar corría a mi cuarto a dibujarlos. Sorayda, una amiga de mamá, me trajo de Estados Unidos los avioncitos que venían en cajas de cereales. Recuerdo el DC3, el DC4 y el Constellation. Inmediatamente hice comparativo con los de verdad, y para llegar a una conclusión satisfactoria me puse a revisar en la enciclopedia, hasta que encontré el concepto de proporción y escala: la relación del todo con las partes y las partes con el todo, principio y esencia del aeromodelismo.
“Sorayda me llevó un domingo al aeropuerto de Techo a ver aviones. Era el recreo de los chicos. Mamá me vistió de pantalón corto, abrigo de camel y boina de pana. Ese día, un pequinés me mordió el rabo, pero el dolor se me quitó cuando atónito vi llegar un DC3 en su tamaño real, de donde bajaban personas y maletas. Ahí me confundí con la noción de espacio y tiempo. Igual me pasó con el radio Phillips de papá, cuando metí la mano por detrás para verificar a los locutores y cantantes, y me llevé un corrientazo que me dejó acalambradas hasta las muelas”.
Hijo de un pintor y lector consumado que estudió Medicina y hacía autopsias en el panóptico (hoy Museo Nacional), y de una ama de casa y bordadora, responsable de la crianza y educación de seis hijos, el maestro Gómez Morales cuenta que su primer avión lo hizo a los 4 años con plastilina y puntillas descabezadas, forrado en papel aluminio de las cajetillas de Pielroja. Ese modelo fue la piedra de toque de su obsesiva afición por construir y volar aviones.
“Después recogía palitos de paletas y de colombinas, y las tablas de las cajas de bocadillos veleños. De papá aprendí el manejo de las cuchillas Gillette, y con ellas tallaba y cortaba las piezas de los planeadores. Los armaba y pegaba, y los ponía a volar en círculo con una pita".
De papá aprendí el manejo de las cuchillas Gillette, y con ellas tallaba y cortaba las piezas de los planeadores
“Ellos han sido los juguetes de toda mi vida, como de entretenimiento las películas de guerra con sus aviones bombarderos y los combates de navieros. También soy constructor de barcos y cohetes. Por el cine fabriqué, con solo verlo, ‘El espíritu de San Luis’, el avión de Charles Lindbergh: lo dibujé, lo armé y lo forré en papel japonés. Lo saqué idéntico. Le puse un Revel, motorcito radial de un modelo de plástico, y a volar se dijo.
“Mi primera catástrofe aérea la sufrí a los 8 años con un avión de balso, de los que vendían para armar en los almacenes Tía y Ley. Lo lancé con un caucho de cauchera, y tras el disparo se estrelló contra el pecho de mi hermano, quien presto a solucionar mi berrinche, me llevó a un almacén de Chapinero donde vendían los materiales para hacer aviones. Lo remendé y lo puse a volar de nuevo”.
El almacén de Chapinero se llamaba Stuka, y su propietario era Eugenio Buitrago, un afiebrado del aeromodelismo que hizo buenas migas con un Álvaro Gómez Morales de apenas 11 años, quien ya se perfilaba como una gran promesa del arte de elaborar y volar aviones a escala.
Con su marcado acento de cachaco de antaño, revela que ha elaborado más de 3.000 aviones.

Con su marcado acento de cachaco de antaño, revela que ha elaborado más de 3.000 aviones. Foto:Ricardo Rondón

Buitrago lo instruyó, le participó sus trucos y secretos: “Fue mi primer maestro. Como era una afición copiosa y de gran demanda en esa época, terminé fabricando aviones para su tienda. Él me pagaba con materiales. Luego, me hizo efectivo un salario, que sirvió para comprar mi primer motor de gasolina”.
Ellos han sido los juguetes de toda mi vida, como de entretenimiento las películas de guerra con sus aviones bombarderos y los combates de navieros
Profesor de los Andes, la Javeriana y la Tadeo Lozano, y de tres colegios capitalinos, fundador del Club Colombiano de Aeromodelismo (en la actualidad El Morado), el arquitecto Álvaro Gómez Morales se afianza en su propuesta de rescatar esta práctica en el pénsum de colegios y en la educación superior, por el potencial que representa su creatividad y el desarrollo de múltiples habilidades físicas y cognitivas. Algo así como un despeje emergente ante la enfermiza fijación que generan las pantallas.
Es el mediodía de un veraniego sábado decembrino, y el Da Vinci de Los Rosales enciende el Pielroja número 13 de la jornada. Se ajusta su gorro de piloto veterano de guerra. En su mano derecha porta el modelo a escala de un avión Ricaurte monomotor de los años 30, que unos colombianos residentes en Estados Unidos compraron en colecta para regalárselo a la FAC.
“¡Vamos a volarlo!”, exclama entusiasmado con la tierna vocecilla del niño juguetón de 76 años. Helka, la vecina antropóloga, se agrega y filma con su celular. Uf, qué maravilla. El planeo ha sido extraordinario, con aterrizaje en las ramas de un viejo samán caído en desgracia, que también tiene su historia. Lo inocente y sencillo de la vida que por instantes nos empacha de gozo.
¿No les parece que el Da Vinci de Los Rosales se podría agregar como el cuarto rey mago en la fila de Melchor, Gaspar y Baltasar, legendarios nigromantes de Oriente?
RICARDO RONDÓN CHAMORRO
ESPECIAL PARA EL TIEMPO

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