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Entre la fe y el contagio / Voy y Vuelvo

Es comprensible que miles de fieles quieran encontrar refugio en sus templos y congregaciones.

En la catedral primada de Colombia en Bogotá, el Gobernador de Boyacá Ramiro Barragán acompaña la eucaristía del día de la Virgen de Chiquinquirá.

En la catedral primada de Colombia en Bogotá, el Gobernador de Boyacá Ramiro Barragán acompaña la eucaristía del día de la Virgen de Chiquinquirá. Foto: Darlin Bejarano / Gobernacion de Boyacá

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No voy a caer en la provocación de si permitir o no la reapertura de los centros religiosos –cualquiera que sea su denominación– obedece a presiones de los cristianos que apoyaron a Duque o a los religiosos que quieren sublevársele a la alcaldesa Claudia López porque simboliza el pecado. No. El argumento es simplista, torpe y patético por parte de quienes alrededor del coronavirus no se toman un minuto para considerar que en medio de semejante crisis hay aunque sea un ápice de buena voluntad y deseo de hacer las cosas bien.
Cabe reconocer el papel de fe y comunión que expresan todas las denominaciones religiosas. A ellas, sin excepción, las inspira el mismo principio de espiritualidad, de formar mejores personas, con valores y enseñanzas como las que Dios –el que queramos aceptar– inspiró desde el comienzo de la vida misma.
En este sentido, es comprensible que miles de fieles quieran encontrar refugio en sus templos y congregaciones porque es el espacio que perciben más cercano a su Dios, en el que sienten más viva su presencia y en el que pueden expresar de mejor forma sus plegarias por la vida propia y la de los suyos. Es tan válido este sentimiento como el de los adultos mayores que desean ser tratados como tales, sin restricciones ni confinamientos obligatorios.
Y no es un debate fácil, entre otros motivos por los recelos que despiertan las actitudes de ciertos pastores cristianos y de algunos sacerdotes católicos. Pero ese es otro asunto que no voy a tratar acá.
El debate debería centrarse en lo que muestran las evidencias del día a día. ¿Y qué dicen esas evidencias? Primero, que estamos en el momento de mayores contagios
Hay quienes argumentan –y no les falta razón– que asistir a un templo resulta más seguro que ir al trabajo, montarse en un bus o comprar en un almacén. Los gobiernos se encuentran en una sinsalida al intentar soslayar el hecho de que la iglesia representa un servicio esencial para los creyentes. El templo congrega a los vecinos del barrio, a la comunidad cercana, y es posible implementar protocolos estrictos para evitar el contagio. La voz de un sacerdote que pide a sus feligreses cumplir con dichas normas llega a ser más efectiva que la de la propia alcaldesa.
Pero el debate no debería circunscribirse a un pulso entre amigos y enemigos de abrir estos lugares, lo cual solo termina generando un conflicto innecesario. El debate debería centrarse en lo que muestran las evidencias del día a día. ¿Y qué dicen esas evidencias? Primero, que estamos en el momento de mayores contagios (séptimos en el mundo) y muertes. Segundo, que abrumadoramente el número de decesos corresponde a personas mayores de edad (7 de cada 10) o con enfermedades preexistentes que aumentan el riesgo. Y, tercero, que tanto las iglesias como el transporte público o los bares constituyen focos de infección.
Mi madre, creyente como pocas, asistía a una de estas iglesias antes de la pandemia. Y cuando la acompañé ocasionalmente, percibí que buena parte de sus asistentes eran adultos, muchos con serias dolencias físicas. Y hay que decirlo: decenas de ellas son garajes o espacios reducidos en donde el hacinamiento es inevitable. Y las que reúnen 2.000 personas o más en un solo servicio no dan abasto para controlarlas.
Adicionalmente, la reapertura de iglesias significa mayor presencia de personas en sus alrededores, ventas informales, carros, mendigos y un vecindario incómodo con el regreso de estas aglomeraciones.
El diario The New York Times publicó hace poco un revelador informe al respecto. Y, según relata, cuando el Gobierno de EE. UU. autorizó reabrir templos, iglesias, mezquitas y demás, enfrentaron 650 nuevos casos de covid-19, todos originados en 40 iglesias. La mayoría de ellas habían aplicado protocolos, pero de nada sirvieron, pues los pastores y hasta los porteros resultaron infectados.
A propósito de protocolos, habría que preguntarse hasta dónde nuestros lugares de congregación estarían dispuestos a distanciar a las personas o cuántos tienen una puerta de entrada y otra de salida para mayor seguridad, o en cuántos se podrían evitar los cantos, las alabanzas, los abrazos... Porque, según los expertos, ni siquiera es posible garantizar que el sermón del cura o el pastor nos deje libres de un contagio ahora que se confirma que el virus se desplaza por el aire.
Como decía, no es un debate fácil, y debería primar la conciencia individual. Yo creo en Dios, a menudo le hablo en el silencio de mi casa. Y no estoy muy seguro de que Él desee para mí la exposición a una enfermedad letal. Seguramente hay quienes se empeñan en ir a la iglesia y ‘dejar todo en manos de Dios’. Pero me pregunto: ¿por qué achacarle semejante responsabilidad a Él cuando puedo ayudarle con mi propio cuidado?
¿Es mi impresión o... varios de nuestros alcaldes locales andan ‘desaparecidos’?

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ERNESTO CORTÉS
EDITOR JEFE DE EL TIEMPO

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