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El día en el que Fernando Botero compartió galería con Pablo Picasso
El curador de arte Christian Padilla analiza la grandeza del legado del fallecido artista paisa.
Las paradojas de la vida: Botero murió de 91 años, igual que su irado Picasso. Foto: Archivo EL TIEMPO
El 24 de noviembre de 2018 Fernando Botero consiguió, a sus 85 años, uno de los más preciados logros para sus palmares en una trayectoria que ya para entonces abundaba en reconocimientos. Esa noche se inauguró en Aix-en-Provence la exposición 'Botero dialogue avec Picasso¡, una muestra que ponía en paralelo 60 obras del maestro antioqueño con 20 del malagueño.
Botero venía esperando ese momento toda su vida, una conversación atemporal entre colores, temas, líneas y formas que entre pinturas y dibujos que no paraban de hablar y de lanzarse menciones entre sí. No podía ser de otra forma, Picasso había fallecido en 1973 a sus 91 años convertido en vida en el artista más importante del siglo XX, un reconocimiento que hasta ahora nadie le ha quitado debido a la influencia de su avasallador genio, que revolucionó desde la pintura y la escultura, hasta la arquitectura y el diseño, sin mencionar los efectos que el collage, el montaje y la composición cubista tuvieron en el cine o en la música. El diálogo entonces no pudo ser de otra forma que por medio de la atemporalidad y de una exposición donde los dos maestros se pudieran medir entre pinceladas y trazos entre bodegones, coloridas escenas de tauromaquia, sensuales desnudos, autorretratos, saltimbanquis y pierrots. Pero a pesar de la desbordante presencia de ambos en un mismo recinto, nadie se imponía por encima del otro en aquel enfrentamiento, que por tratarse de una franca lid entre dos titanes parecía una contienda mitológica entre gigantes: una gigantomaquia.
La trastienda a ese encuentro viene de más de medio siglo atrás. Posiblemente sea la profunda iración por Picasso la que hizo que Botero desde joven se proyectara a futuro como un ambicioso y prolífico creador, de una interminable producción y una longeva vida. En eso también parece que había querido imitarlo. El próximo 2 de octubre de 2023 Botero hubiese superado los días vividos por Picasso: 33402 días, o mejor aún, 91 años, 5 meses y 14 días.
Por eso y muchas cosas más, la noche del 24 de noviembre de 2018 tuvo un cariz distinto a las demás distinciones que Botero ha logrado en vida. No solo era un reconocimiento que permitía distinguir la genialidad del maestro a la par del artista español, ni tampoco era sencillamente un logro más en su colección de momentos destacados. Esa noche se cumplía una cita que Botero llevaba casi 70 años esperando, y más que nada una revancha personal contra monseñor Félix Henao Botero, el rector que lo había expulsado del colegio, cuando a sus diecisiete años el periódico El Colombiano le publicó una columna panegírica sobre Picasso, un artista al que no conocía por más que por láminas blanco y negro de libros y seguramente por los comentarios efusivos y elogiosos de algunos pintores antioqueños que el joven Botero oía con entusiasmo a sus escapadas a los bares de la bohemia paisa de los años cuarenta. Aunque a sus 68 años Picasso era el artista vivo más importante del mundo, en Medellín era escasamente conocido. La ausencia de museos, de colecciones de arte contemporáneo y la imposibilidad de exposiciones itinerantes de carácter internacional hacían imposible imaginar al maestro del arte europeo en Antioquia. Pero, aunque hubiera existido la mínima posibilidad de verlo, las mentes fundamentalistas y conservadoras de aquella católica Medellín a mitad de siglo XX hubieran excomulgado a Picasso, a la exposición y a sus visitantes. Por eso, la defensa que escribió el joven Botero hacia un revolucionario que destruía la forma humana y que se autoafirmaba comunista era condenable, y aunque aquel acontecimiento de la expulsión del joven aspirante a pintor se ha perdido en el tiempo como una simple anécdota, hay que pensar en las consecuencias que este evento causó en el espíritu juvenil del entonces imberbe aprendiz de artista. Podría incluso pensarse que aquella expulsión fue el origen de su mundo: la reprimenda de monseñor solo le sirvió para terminar de reafirmar en la testaruda mente del joven ariano que su juicio y defensa del pintor español era cierto y certero, que a Picasso había que ir a conocerlo en persona, que el arte moderno era el camino para desprenderse y librarse de la mentalidad rezandera paisa, y que a la curia tocaría convertirla en protagonista de su obra tarde o temprano, condenada a ser vista con humor, a veces con sarcasmo y otras veces de forma ridícula. Todas esas características coinciden en describir el carácter del proceso que llevo a Botero a convertirse en Botero. Mejor dicho, a la mojigatería de monseñor Henao Colombia le debe su más grande artista. No en vano Débora Arango comentó con ironía que “hay diablo en Medellín pero no existe en Inglaterra”.
Pablo Picasso será protagonista en el 2023 cuando se conmemoren 50 años de su natalicio. Foto:EFE
Y sí que lo había, porque como Botero lo ha registrado en cientos de cuadros, donde hay Iglesia hay diablo. En la Medellín de mitad de siglo la curia tenía tanto poder que podía influir tanto en la vida cotidiana como en el burdel. Todo aquel ridículo escenario de fervor religioso fue precisamente el que el genio de Débora Arango, Beatriz González y Fernando Botero señalaron con humor, ironía y sátira en sus obras. Y todo este contexto histórico es valioso para entender no solo los temas en la obra de Botero, pero además la revancha histórica contra monseñor Henao que el maestro ganó en 2018 al exponer junto a Picasso, 60 años después de que lo hubieran expulsado del colegio por un inocente texto en el que elogiaba su obra. Pero ¿por qué aquella arbitrariedad de expulsar a un muchacho de 16 años con un inofensivo comentario sobre el máximo pintor de su tiempo? ¿Qué consecuencias relevantes podrían surgir de eso?
La mañana de aquel domingo, monseñor se salió de la sotana al reconocer en el periódico la firma del autor del artículo. El joven Botero sería castigado por divulgar ideas inisibles que iban desde lo estético y artístico hasta lo político. En algunas entrevistas él señala que fue en medio de la formación matutina del Liceo Bolivariano donde fue puesto en escarnio público por el cura-rector, que anuncio amenazante que las manzanas podridas debían apartarse de la institución para no contaminar a las demás. Puesto en evidencia frente a sus demás compañeros, me he imaginado una ficción en la que el joven artista es llamado a pasar al frente de sus compañeros para hacerlo pasar vergüenza y desalentar cualquier pensamiento liberal o libertario entre los demás muchachos. Botero con voz de gallo adolescente hubiera leído estos apartes de su artículo, pero el último párrafo era un mazazo y un insulto a la inteligencia de monseñor, y posiblemente una invitación a un levantamiento juvenil:
El cubismo, el movimiento pictórico más grande e influyente que ha concebido la humanidad, prestó a la pintura el servicio delirarla de todo prejuicio académico, pero la mayoría de la opinión y la crítica lo vituperaron en su aparición, no poseían la suficiente grandeza de espíritu para comprender, aplaudir y alentar la más grande de las virtudes: ¡la rebeldía!
En cualquier otro escenario un alumno que publicaba un artículo con esta calidad de escritura sería premiado. Cualquier otro rector o profesor se hubiera sentido orgulloso de la facilidad de prosa de uno de sus estudiantes, pero un elogio a la rebeldía y a romper las tradiciones en la Medellín de 1949 era apenas digno de expulsión. La influencia de monseñor Henao Botero, que se extendía por todo Medellín y en los demás colegios católicos de la región, impidió que Botero terminará sus estudios de bachiller en la ciudad, confinándolo a donde estudiaban los proscritos, desterrados y problemáticos: en Marinilla.
Por el lado positivo, al día siguiente en el Liceo todos sabían quién era Picasso, y el joven Botero se había convertido en su defensor. ¿Qué diría Picasso si se hubiera enterado de que a Botero lo echaron del colegio por su culpa? Tal vez algún día podrían reírse juntos al contarle la historia, lo cual estuvo muy cerca de ocurrir unos años más adelante, en 1952, cuando a sus 20 años Botero viajó a Europa a perfeccionarse como pintor y a buscar a su ídolo. En una entrevista que acá traduzco de francés, el maestro contó aquella experiencia:
Viaje con un amigo y le dije: “Vamos a ver a Picasso. El vive en Vallauris”. Partimos hacía el campo. Llegamos a Vallauris y tocamos a la puerta. Un señor de edad nos abrió y le dijimos: “Buenos días, queremos ver a Picasso”. Sorprendido nos preguntó si teníamos cita. Nos explicó que sin cita Picasso no recibía a nadie. Entonces nos fuimos al café de la esquina y preguntamos si Picasso pasaba por ahí de vez en cuando. El tendero nos respondió que él pasaba todos los días y que podíamos esperarlo. Estuvimos ahí a la espera de Picasso, pero nunca llegó. Alguien nos dijo: “A veces el va hasta la playa de Juan-les-Pins”. Fuimos a esta playa, pero nada de Picasso. Esa fue la única oportunidad que he tenido de encontrar a Picasso, y la única vez en mi vida en que intenté conocer a un artista, pero quedé con la frustración de jamás haber podido conocer a Picasso personalmente.
En 1960, Fernando Botero obtuvo el premio internacional otorgado por la Fundación Guggenheim con la pintura Arzodiablomaquia, una colorida obra de gran formato, con cierto tinte de humor y algunos elementos oníricos donde presentaba una extraña escena entre un obispo y un demonio. Si esos temas podían ser intocables años atrás so-pena de excomunión, ahora Botero no tenía temor en crear imágenes donde curas y diablos luchaban ridículamente entre sí. Pero raramente, en aquel ambiente rezandero el cuadro no causó ninguna polémica a pesar de que pareciera que el artista sí la estaba buscando. De hecho, al ser entrevistado sobre el reciente premio comentó en la prensa nacional que la pintura estaba dedicada a monseñor Henao, y que tenía como fin “expresar el sentido tenebroso que nos han metido en Antioquia desde niños. La idea del diablo y el pecado. Para mí, plásticamente, es un diablo montado en las espaldas de un obispo”. Aquí es donde empezamos a comprender las repercusiones de la expulsión del Liceo, con un Botero que ahora no vacilaba en señalar con nombre propio a un cura que había formado en la juventud ese imaginario religioso de culpa, arrepentimiento y penitencia con que se habían forjado las juventudes de mitad de siglo en Medellín, o incluso, en toda Colombia. No es casualidad que la institución educativa de Medellín que desde 1976 se llamaba Monseñor Félix Henao Botero, en el barrio Pedregal, hoy se llama Fernando Botero.
Botero en uno de sus estudios el siglo pasado. Foto:Archivo EL TIEMPO
A finales de 1956, Botero había encontrado por serendipia su estilo al pintar una mandolina con un pequeño orificio en el centro. El afortunado incidente de ese pequeño hueco en el cuerpo del instrumento cambio su vida porque le permitió encontrar, más que una fórmula, el elemento central de un estilo personal. La solución consistió en que al cambiar los elementos internos de los objetos, el cuerpo y la forma externa inmediatamente parecían volverse monumentales. Las mandolinas y las naturalezas muertas tuvieron desde entonces un carácter fundamental en su obra al permitirle descubrir maneras de experimentar con la forma, con el color y la composición. Una vez que Botero resolvió el mundo de las cosas, supo que tenía que crear unos personajes que pudieran convivir e interactuar con aquellos objetos. Una nueva gigantomaquia inició intentando ganar la contienda contra el horror vacui, una nueva resolución que cumpliera con la lógica de los bodegones. Algún crítico de arte en Estados Unidos se anticipó a aquel descubrimiento cuando comentó sobre sus naturalezas muertas: “Solamente Hércules o Sansón podrían alzar la mandolina de un bodegón que luce como tallada en un bloque de granito”. La respuesta la encontró en el arte popular de las cerámicas de Ráquira; en las esculturas hieráticas, frontales y macizas de San Agustín; y en las descomunales cabezas olmecas que conoció en México. Unidos todos estos ingredientes Botero creo a los Hércules y Sansones que serían protagonistas de su producción por las próximas décadas.
En 1952, cuando Botero viajó por primera vez a Europa conoció la obra de Picasso y los museos donde está reunida gran parte de la historia del arte occidental. La pintura colombiana no conoce otro artista que haya irado, revisado y versionado tanto a los grandes maestros del arte universal como él. Picasso, Manet, Velázquez y tantos otros pintores dedicaron su producción a comprender los secretos de la maestría interpretando obras de otros artistas, pero el arte colombiano nunca había tenido un exponente que produjera sus visiones de esas obras maestras. La Camera degli sposi (Homenaje a Mantegna), su obra cumbre ganadora en el salón de 1958, fue abiertamente su primer intento por hacer convivir en una sola pintura su estilo personalísimo con la reminiscencia de otro artista, el renacentista Andrea Mantegna. El ambiente cultural nacional, que desconocía que un tema de la pintura podía ser inspirarse en los trabajos de otros pintores, reaccionó torpemente pensando que sus obras eran una especie de caricatura de las obras maestras del arte universal. Pero Botero, siempre ariano y terco en su proceder, reaccionó creando más y más versiones. Al tema de Velázquez de El niño de Vallecas le dedicó más de 12 pinturas, y le siguió otra serie inspirada en la Mona Lisa de Leonardo da Vinci, con la que se consagró internacionalmente al ser adquirida una de ellas para la colección del Museo de Arte Moderno de Nueva York en 1961. Con aquella aprobación internacional, quienes habían sugerido que su pintura era caricatura recularon y la subieron al estatus de obra maestra.
Desde 1952 la vida de Botero ha sido un continuo periplo. A pesar de su inquebrantable amor por Medellín, escenario protagónico de toda su obra, el maestro ha vivido de sus nueve décadas siete por fuera de Colombia. Viajar y ver arte fue siempre una experiencia formativa que suplió a los maestros que nunca tuvo. Por lo tanto, sus maestros se convirtieron en los artistas que en cada viaje encontraba en los museos y de los cuales se obsesionaba temporalmente: Piero della sca en algunos momentos, en otros Velázquez, a veces Ingres, y así su vida se convirtió en seguir los pasos de aquellas influencias que lo llevaban de la mano a una ciudad nueva para conocer la obra de otro maestro que estudiar con atención. Así, en medio de los viajes y visitas a galerías, Botero pasó precozmente de ser el imberbe aprendiz que oía apasionado consejos de otros pintores, a ser el barbado y experimentado artista que viajaba por el mundo retándose con los grandes maestros en los museos.
Por eso, quien no conoce y no mira con atención su obra lo acusa de no innovar, de no renovarse, de parecerse siempre a él mismo, pero no hay nada más falso que ese manido e infundado argumento. Por el contrario, no hay artista en un ejercicio de exploración más constante que él. Su etapa más temprana tiene rasgos del muralismo mexicano y luego gestos violentos en la pincelada propios del expresionismo abstracto que conoció en Nueva York a finales de los años 1950. Luego miró con atención la transición al Pop Art e incluso llegó a declarar que su máxima influencia era Walt Disney, una aseveración provocadora y medio burlona, pero a la luz de hoy apasionante porque revela cómo incorporó elementos de la cultura popular antes que cualquier otro artista en Colombia. Hasta la maestra Beatriz González alguna vez declaró que cuando ella quiso empezar a pintar, Botero ya se había inventado todo.
No hay otra palabra que describa su inquieta y cambiante obra que rebeldía. La misma que iraba de Picasso cuando tenía diecisiete años, la de romper con lo establecido, la de inventar nuevas formas de ver, la de hacer lo que nadie había hecho antes, la de sacar sus volúmenes de la pintura y llevarlos a la monumentalidad. Aquel artículo que el joven Botero escribió para el periódico y que lo condenó a la expulsión del liceo en julio de 1949, tiene palabras que parecen resonar hoy contra todos aquellos que como monseñor Henao veían el diablo en el cambio, en la innovación y en la ruptura con la tradición: “no poseían la suficiente grandeza de espíritu para comprender, aplaudir y alentar la más grande de las virtudes: ¡la rebeldía!”. Desde sus 17 años y hasta el día de su muerte Botero fue fiel a sus palabras y debe su celebrada longevidad a cultivar esa que considera la virtud más grande de todas.
CHRISTIAN PADILLA*
*Curador, historiador de arte y escritor.
** Fragmento del texto escrito para la exposición del maestro en la galería Duque Arango y Casa Santiago Botero