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Grau, un pincel de color, entre el cine y los libros
Al cumplirse el centenario de su nacimiento recordamos algunas anécdotas de su pasión humanística.
Grau nació en Panamá, el 18 de diciembre de 1920, y murió en Bogotá, el primero de abril de 2004. Foto: Archivo EL TIEMPO
Jorge Isaacs siempre les habló al oído a muchos de los grandes artistas colombianos, incluso a los pintores, aunque estuviera muerto. De esos actos de inspiración que produce María nació una película hecha por Enrique Grau en 1966, de la que fue director, adaptó el guion, organizó el montaje y hasta diseñó la escenografía y el vestuario. En esa locura no solo andaba él con su cámara en el barrio Inglés de Bogotá y en la finca Aguascalientes en Tabio, sino además los hermanos pintores risaraldenses Lucy y Hernando Tejada. De esa joya de 90 minutos solo quedan 52, rescatados por la Fundación Patrimonio Fílmico Colombiano, y una claqueta firmada por el artista cartagenero.
Grau siempre estuvo ahí, pegado a la literatura en un lienzo cualquiera o haciendo escenografías para obras de teatro. Desde los textos de Shakespeare hasta los de O’Neill, pasando por las creaciones de Brecht y Giraudoux, llegando al mismísimo Edipo Rey de Sófocles, el cartagenero logró ambientarlas con su propia alma bañada de Caribe.
Obra de bronce del maestro Grau. Foto:Archivo EL TIEMPO
Grau y Gabo en 35 mm
El celuloide se graba mejor en la tierra caliente de la costa Caribe y fluye más sinuosamente entre rones y con amigos. El aquelarre del Grupo de Barranquilla se unió bajo la batuta del cineasta catalán Luis Vicens, el fotógrafo Nereo López y los pintores Cecilia Porras y Enrique Grau para crear en 1954 La langosta azul, un cortometraje en blanco y negro, sin sonido, grabado en La Playa, un corregimiento cercano a la capital del Atlántico donde los guionistas y directores eran Álvaro Cepeda Samudio, actor principal, y Gabriel García Márquez, quien apoyó desde la distancia esta obra vanguardista.
Dos de esos costeños, que fortalecieron su relación en la gran pantalla, compartían un pasado en las letras, que se demoraron en descubrir. Y es que cuando los maestros trabajan juntos saben, en silencio, el destino de grandeza que les espera. Pero, como suele ocurrir con Gabo, el asunto es al revés. En su artículo Un payaso pintado detrás de una puerta relata: “Pocos años después conocí a Enrique Grau (…). Descubrimos por casualidad que era él quien había ilustrado el primer cuento que yo publiqué en mi vida, y que ese era además el primer cuento que él había ilustrado en la suya”.
Probablemente la alegría de saber que Grau era el ilustrador le jugó una mala pasada a su memoria, pues el texto al que se refiere es el tercero, no el primero que publicó en El Espectador (Tubal-Caín forja una estrella), el 17 de enero de 1948 en el suplemento Fin de Semana, gracias a la gestión de Eduardo Zalamea Borda. En el dibujo sobresalen las manos, con el sello Grau, siempre de gran volumen en el marco de su trabajo figurativo y que, como lo señala el escritor y crítico de arte Eduardo Márceles Daconte, “ocupan una posición privilegiada en cada una de sus obras”.
Como en las muchas historias de García Márquez, Álvaro Mutis es presencia constante. Antes de reencontrarse en México, país donde pasarían buena parte de sus días, el autor de Amirbar dirigió la revista Lámpara. El escritor bogotano se apoyó en el presupuesto que manejaba como jefe de relaciones públicas de ESSO, y “buena parte del dinero sirvió para promover quijotadas de la cultura”.
Como mecenas y ángel de la guarda –así lo consideraban algunos–, Mutis apoyó a numerosos artistas, varios de ellos insolventes, y ofreció las hojas de la revista para difundir el trabajo de Fernando Botero, David Manzur, Marta Traba, Luis Caballero, Beatriz González y Leo Matiz, entre muchos otros. La revista acogió una crónica de Gabo titulada La sierpe (Un país en la costa Atlántica 1), resultado de un elogiado ejercicio de reportería, que fue magistralmente ilustrado por Enrique Grau.
Y siendo director de Lámpara, Álvaro Mutis se enamoró de la obra del padre de Rita y las mariamulatas. En su texto Sobre el viaje de Tobías, recogido en el libro Estación México, el autor bogotano relata lo siguiente: “Años atrás, a raíz de la publicación de Los elementos del desastre, le participé a mi amigo el pintor Enrique Grau, en cuyo seguro y agudo criterio en materias literarias gusté siempre fiarme, del proyecto que abrigaba de escribir un poema inspirado en el viaje de Tobías y el Arcángel, sobre el cual imaginaba multitud de incidentes y aspectos que derivaban del pasaje bíblico secretas y muy fecundas fuentes de poesía. Grau supo adivinar inmediatamente la riqueza y especial sentido que ofrecía el tema y me propuso realizar una obra conjunta en la cual reuniéramos mi texto y los dibujos y grabados que directamente le inspirara el pasaje del Antiguo Testamento”.
El poeta bogotano ite haber dejado a un lado el proyecto, mientras Grau logró avanzar con algunos dibujos en los que, dice Mutis, “se hacía presente, con gran belleza y eficacia” el concepto de aquel viaje bíblico, sumadas su gran fuerza evocadora y poética a imágenes “por las que circulaba hermosamente toda la savia de la historia”.
El cartagenero esbozó a un Tobías que transitaba por una enorme fortificación, prisión a la que entraría para purgar su vanidad. Para el padre de Maqroll, el dibujo de Grau fue compañía en sus noches en la cárcel mexicana de Lecumberri, presagio de su propio encierro y metáfora de un poema que nunca fue.
Grau en su estudio. Foto:Archivo EL TIEMPO
Fantasmas de biblioteca
Una biblioteca es la materialización de nuestras ideas y deseos, de lo que sentimos y lo que vislumbramos. En Bogotá, sobre la calle 94, una casa amarilla se abre paso detrás de la escultura de un pájaro negro. Como el ave mística de Picasso, la paloma, y la de Obregón, el cóndor, la mariamulata cartagenera se yergue para dar la bienvenida a los visitantes a la residencia en la que pasó los últimos años de su vida Enrique Grau (Panamá, 18 de diciembre de 1920- Bogotá, 1 de abril de 2004). Al entrar nos encontramos con varias Ritas vigilantes de su herencia y una pequeño vestíbulo abre paso a un tesoro.
En un cuarto no muy grande, una pequeña escultura de Lanceros del Pantano de Vargas, de Arenas Betancourt, custodia alrededor de 1.500 libros que se convierten en un mapa de lo que leyó el maestro. Al recorrer las estanterías de su biblioteca, alojada en el Museo Casa Grau, entendemos el orden temático que guardaba celosamente: en el costado izquierdo, el cine; en el centro, la pintura; al lado derecho, la literatura; al final, los libros de historia. Comprender ese espacio es acercarse a la mente del pintor, a sus pasiones e inquietudes, a lo que lo hacía feliz, le suscitaba preguntas o le daba ideas. Abundan las ediciones estadounidenses de libros sobre cine: Marlon Brando, Vivien Leigh, Mae West y María Félix nos descubren su deleite por las grandes figuras de la filmografía. Del arte europeo sobresalen, entre muchas, las biografías de Gauguin, Goya, Bruegel, Van Dyck y El Bosco. No menos ejemplares se encuentran de títulos sobre la tragedia griega (Esquilo, Petronio, Suetonio), el erotismo griego y romano en la escultura, la Acrópolis, el arte helénico, la orfebrería y el arte prehispánicos, Rufino Tamayo, Diego Rivera y el arte latinoamericano antiguo.
Sobre las repisas de altos anaqueles reposan, además, libros tan variados como estudios sobre ópera, Beethoven y Verdi, Simón Bolívar, las formas del arte en la naturaleza, las mariposas y los gatos, la enciclopedia Cuervo, el mundo de los juguetes, la historia de Cartagena de Indias e incontables estudios estéticos. Tan amplia fue su producción artística como diversos eran sus intereses.
Lo que resulta más llamativo son los libros que le fueron regalados, pues en ellos se revelan algunos visos de su relación con destacados creadores colombianos como Ignacio Gómez Jaramillo. Las dedicatorias son radiografía y relato histórico de una generación de artistas que se nutrieron mutuamente y nos permiten reconocer e incluso participar en un periodo crucial de la vida cultural del país.
El fundador de Mito, Jorge Gaitán Durán, le agradeció: “A Enrique Grau Araújo, este ejemplar de Presencia del hombre como homenaje a su obra pictórica, y como testimonio de amistad”. El poeta Eduardo Cote Lamus le obsequió Estoraques (1963) con: “A Grau, guau, guau. Fraternalmente y amén”. Las Muestras del diablo, de Pedro Gómez Valderrama, le llegaron así: “A Enrique Grau, en testimonio de iración al gran pintor y de amistad”. Como reconocimiento por la puesta en escena de su obra La doncella de agua, Jorge Rojas, fundador del piedracielismo, le escribió: “Para el gran pintor que puede recrear mi doncella para el público. Con iración”.
Su inolvidable 'Mariamulata' saltó de los cuadros a los espacios públicos. Esta está en la Universidad de Antioquia. Foto:Archivo EL TIEMPO
La novelista Fanny Buitrago, iradora de su trabajo, y a quien le pidió diseñar algunas de sus portadas, le dedicó Cartas del palomar: “Para Enrique Grau, con quien recordamos, una vez, el cuento del pescadito, con mucho amor”.
Cada vez que terminaba de leer un libro, Grau se apropiaba de él, dejando su firma como una huella definitiva de su presencia en la literatura. Esa firma iba cambiando con el tiempo, como lo hacía su pintura. Se le recuerda como un gran lector que dedicaba largos ratos de su día a los libros. Cuando ya no veía muy bien, siempre había quien le leyera en voz alta; el hábito no podía perderse.
En sus últimos años, cada vez que abría un libro recordaba a su abuela materna, Concepción Jiménez, una especie de promotora cultural de su época. El arte era la atmósfera reinante en la casona de su infancia y él pasó toda su vida tratando de recuperar esos recuerdos a través de los libros. Entre Porfirio Barba Jacob y Pablo Neruda, Sor Juana Inés de la Cruz, César Vallejo y Octavio Paz, la literatura imprimió un sello seco que dio forma y fuerza a su obra artística, hasta el final, cuando la soledad y la muerte nos dejaron sus fantasmas.