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Cuentos: En Navidad no hay dos
Este relato de Carolina Durán Negrete hace parte del especial de cuentos de Navidad de EL TIEMPO.
Nadie conoce tanto a James como su madre, quien relata los pormenores de su vida y una particular característica de su personalidad que ha marcado su comportamiento desde que era niño: una obsesión con la limpieza. Foto: Ilustración: Gustavo Ortega
Mira, mijo, suelta eso que tienes en la mano y vamos a limpiarte esa bata. Si quieres tener la ropa completamente blanca, un remedio efectivo es usar 12 partes de agua tibia, por una de vinagre. Se deja la ropa en remojo con esa mezcla toda la noche, y a la mañana siguiente se lava con jabón pinta azul.
Si la mancha es muy fuerte, se usan dos cucharadas de bicarbonato con media tapa de limón. Si la mancha es de sangre, se utiliza agua oxigenada directamente; en el momento en que el agua oxigenada toca la sangre sale espuma, y si se restriega un poco, la sangre se diluye en la ropa, como una mentira.
Me declaro experta en manchas de sangre. James siempre llegaba a la casa con alguna, y con la pretensión de que no estuvieran en su ropa para la mañana del día siguiente, los tarros de agua oxigenada se desaparecían en la casa durante las noches y la ropa en remojo exudaba un olor metálico por la sangre que se lavaba.
James desde niño fue pretencioso. Acepto la culpa de sus pretensiones, lo acostumbré mal. La vida es tan dura en la calle que no vi la necesidad de hacerles a mis hijos la vida difícil en la casa.
Si James quería un banano al almuerzo –y siempre quería–, su papá salía a comprarlo sin importar el sol del mediodía, o si no estábamos en temporada, volvía con el banano para su hijo, y yo volvía a calentar la comida, si se había enfriado en la espera, ambos éramos así.
Las navidades nunca fueron la festividad favorita de James, aunque infaltablemente dejaba una carta de más de cinco páginas al Niño Dios, en la que siempre pedía, además de algunos juguetes, artículos de limpieza del catálogo de Sears. Lo chistoso de la carta era que, además de los pedidos, hacía listado de las cosas malas que consideraba que habíamos hecho y los castigos que él creía que eran apropiados.
El castigo más terrible lo pidió para tu abuelo, fue una vez que tu abuelo tuvo la osadía de usar el baño de la habitación de James, a los 7 años. Imagínate, un niñito que no me llegaba a la cintura pidiendo hemorroides asesinas a su padre que lo adoraba, porque usó su baño y dejó una mancha en el váter. Recuerdo que ese día James lavó el cuarto de baño entero, con su ropita interior, y usó el cepillo de dientes de tu abuelo para limpiar las rendijas entre las baldosas.
Cuando James llegó a la adolescencia, comenzó a usar un copete al estilo James Dean. A veces exageraba tanto que con seguridad su cabello llegaba dos minutos antes que él a cualquier evento. Nosotros nos burlábamos en privado, pero siempre le comprábamos la laca al muchacho.
Infaltablemente, dejaba una carta de más de cinco páginas al Niño Dios, en la que siempre pedía, además de algunos juguetes, artículos de limpieza del catálogo de Sears.
Su tipo de cabello empeoraba el efecto, porque hacer ese copete con ese afro le tomaba más de media hora, entre la laca, la peineta y las vistas de reojo al espejo. Otra de las cosas formidables de él eran sus pantalones, no tenían ninguna arruga, parecía que no se sentaba nunca, porque mantiene la marca del planchado, tanto que algunos creen que usa una tela especial para que no se arruguen.
El secreto es el agua de almidón de yuca. El mismo almidón lo puedes hacer con maicena, pero yo tengo la convicción invencible de que el agua de maicena pone amarilla la ropa blanca, así que rallo un poquito de yuca, la pongo a cocinar hasta que saco un agua blancuzca que cuelo tres veces para evitar excesos, y con eso le plancho todavía la ropa a James.
Después de casado, me contó tu madre que, con un metro en mano, midió la distancia entre cada prenda de su clóset y llegó a la conclusión de que James debe hacer la misma operación todas las mañanas, para mantener su milimétrica organización. Su ropa, además, está arreglada por colores y ocasiones –la ropa de los fines de semana se mantiene a la derecha, y la usada de lunes a viernes, a la izquierda–, bajando en un degradé desde el blanco más puro hasta su traje negro de ocasiones especiales, formando en la mitad un arcoíris tropical, que bajaba de tonalidad conforme te acercabas a la ropa del fin de semana.
El blanco le gustaba desde pequeño, por eso no fue ninguna sorpresa la elección de su profesión. Era médico de pies a la cabeza, obviamente del tipo de médico de familia, su bata blanca impecable, siempre cuatro centímetros abajo de la rodilla. Cuando anda, parece que tuviera ventilador propio, puesto que la bata ondea siempre que él aparece en la entrada de la farmacia que regenta.
Su farmacia es tan blanca como su bata, y es la mejor del barrio; siempre encuentras lo que buscas. Además de la consulta de James, que mantiene un precio asequible, allí se puede contar con una chupeta para todos los niños que se porten bien en la consulta. Los que no, salían con la advertencia a sus padres de que no los llevaran más.
Carolina Durán Negrete es la autora de este cuento. Ejerce el derecho y ha escrito varios relatos de ficción. Foto:Archivo Carolina Durán Negrete
En su farmacia, James también tiene una 38 en la gaveta superior izquierda de su escritorio metálico, que ha mantenido alejados a los amigos de lo ajeno, que no han querido probar si el doctor sabe usarla, aunque hay que decir que sus dudas al respecto fueron despejadas la mañana del 24 de diciembre de 1992.
Ese día, James, quien sufría de inmunidad a las navidades después de que descubrió que sus padres leían sus cartas al Niño Dios, abrió su farmacia como siempre, a las 8 de la mañana, apagó las luces de Navidad que se dejaban encendidas toda la noche, avisándoles a los vecinos que había luz.
Se tomó su café a las 9, recibió su primer paciente a las 10:30, la señora Ana le llevó su almuerzo a la 1 en punto y se fue a la trastienda de su consultorio para su siesta de una hora, mientras la señora cuidaba. A las 2:30 fue al baño a lavarse la cara, se devolvió apresuradamente, le preguntó a la señora Ana quién había entrado antes que él, sacó su 38, se subió en su Renault 9 y arrancó a la increíble velocidad de 60 kilómetros por hora, en una calle estrecha y llena de gente, sin darle la oportunidad a la señora Ana de preguntarle qué había pasado. Llegó a la casa de Germán a las 3 en punto, después de patear la puerta y preguntarle a su papá por él, fue a buscarlo a la plaza. Cuando lo vio gritó:
—Quieto todo el mundo, que a este desgraciado lo mato.
Lo siguiente que se sabe es que todo el mundo corrió después de los dos tiros al aire que hizo con su 38, incluido Germán, quien intentó refugiarse detrás de la señora de los fritos, que lo golpeó con la paila de las arepas, porque ella no refugiaba a ningún ladrón. Cuando la gente oyó –a medias– lo que la señora dijo, comenzó la verdadera persecución. James, con sus pantalones de planchado perfecto, disparó dos veces más, mientras la gente correteaba a Germán entre los techos, gritando “suelta lo que tengas”, Germán tiró su cartera, el reloj, el regalo de sus hijos, una botella de ron que todavía cargaba y por último su camisa, mientras James y el resto de la multitud seguían en su persecución.
Cayó en la trastienda de Fidel, quien al enterarse de que perseguían a un ladrón, lo sacó a patadas, a pesar de que conocía a Germán desde antes de su concepción, y había estado haciendo la novena en su casa la noche anterior. En la caída, Germán se quebró cuatro costillas y el tobillo derecho. En ese momento lo agarró uno de los que estaban en la plaza, esperando la llegada de James. Cuando este llegó, se arregló el copete, lo miró con sus ojos oscuros llenos de ira, respiró por un momento antes de darle un culatazo y arrastrarlo fuera de la tienda por el tobillo quebrado.
La señora de los fritos le preguntó en ese momento: “Docto, ¿qué le robó?”.
James la miró, ajustó nuevamente su copete con la mano que tenía libre, y le dijo: “Hizo un dos en mi baño”.
Por eso te digo, mijo: deja el letrero que tu padre tiene colgado hace 30 años en el baño de la farmacia, mira que todavía tiene el revólver.
CAROLINA DURÁN NEGRETE
Abogada. Fue incluida en la ‘Antología de ciencia ficción colombiana’.