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'No me estoy reinventando': Harry Sasson

El gran chef colombiano contó en BOCAS sus logros e hizo duras críticas al Gobierno ante la pandemia

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FKSDKLJFDLS Foto: Pablo Salgado

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Es un cocinero. Así se define y no se le ocurre pensar en ser otra cosa. No podría. El sueño de estar detrás de los fogones empezó desde niño. Nunca pasó por eso de querer ser bombero, policía o piloto de avión. Tampoco superhéroe. Se metía en la cocina a curiosear lo que su mamá y su abuela preparaban y quedaba asombrado.
Hoy, Harry Sasson tiene 50 años. Más de la mitad de ese tiempo lo ha dedicado a estar ante un fogón. El 14 de agosto pasado, su primer restaurante –el que lleva su nombre– cumplió veinticinco años. Fue una celebración extraña en medio de la crisis que hoy invade a este sector como efecto de la pandemia y que, en su caso, lo ha llevado a cerrar varios de sus locales más queridos.
Pero él es optimista: le gusta “ver el lado amable de las cosas”. Algo que quizás aprendió de su padre, Nessim Sasson, que siempre lo animó a hacer lo que le gustara sin importar lo que otros pudieran pensar. Porque Harry decidió estudiar cocina cuando ese oficio no era tan bien visto como es hoy, cuando no era considerado una profesión seria. Él insistió.
Con menos de veinte años, empezó a formarse en cocinas de hoteles y restaurantes sin que le quedara casi tiempo para dormir. Aprendió de grandes chefs hasta que llegó el momento en que quiso abrir su propio restaurante.
Lo hizo en 1995, empujado por el entusiasmo y el apoyo familiar. Es algo con lo que ha contado siempre. Son una familia de origen sefardí –sus abuelos, tanto maternos como paternos, vinieron de Siria– y uno de sus mejores legados es ese: la unión.
Otro ha sido saber disfrutar de un buen plato en la mesa. En su casa todo se celebraba alrededor de la comida y no había mejor homenaje para quien cocinaba que dejar los platos vacíos. Eso se le quedó grabado en la mente: en sus restaurantes está al tanto de todos los detalles, pero una de las cosas que más disfruta es ver la cara de satisfacción de los clientes.
Al principio, como un joven,
uno quiere demostrarle a la gente lo que es capaz de hacer. Cuando un cocinero entiende qué es lo
que el cliente quiere, sobresale
y se vuelve exitoso
Poco a poco fue abriendo otro y otro restaurante hasta llegar a consolidarse no solo como uno de los grandes chefs del país, sino a situar su nombre entre los primeros lugares de la lista de los 50 mejores restaurantes de América Latina.
Hoy, la rutina diaria de Harry Sasson ha cambiado. Ya no madruga a llevar a su hijo al colegio y a su hija al jardín infantil: están en clases virtuales. Ni recorre al mediodía las cocinas de sus restaurantes para ver cómo andan las cosas. Tampoco se dedica a saludar en persona a sus comensales ni a tratar de descubrir en ellos alguna pista que le permita saber qué quieren, cómo puede atenderlos mejor.
Su centro de operaciones es hoy la sede de Harry Sasson, en la casona de la calle 75 con carrera 9.ª, en Bogotá, desde donde está dedicado a los domicilios. Es un tema nuevo para él y para su equipo de trabajo. Han tenido que adaptarse. Incluso él mismo ha salido en su carro a entregar pedidos cuando el ajetreo diario se sale de control.
Está tratando de sobrevivir, no de reinventarse, palabra que en estos días de pandemia y coronavirus no deja de oírse y que no le gusta. Él es cocinero. Su lugar está entre los fogones. Eso no va a cambiar. Ni siquiera en los días más difíciles.

Acaba de cumplir veinticinco años de haber abierto su primer restaurante. ¿Cuánto ha cambiado Harry Sasson de ese momento a hoy?

Hace muchos años, Dolli Irigoyen, la gran cocinera argentina, vino a Bogotá y yo la atendí. La llevé a conocer mis cocinas. Recuerdo que ella me dijo: “Sin que me cuentes, yo te puedo decir cuál es tu primer restaurante y cuál es el último. En este primer restaurante veo a un joven creativo que quiere mostrarle al público lo que él puede cocinar, y en este otro veo cómo vas evolucionando y llegando al punto en el que, poco a poco, les vas dando a los clientes lo que ellos quieren comer”. Eso es lo que hace un cocinero: al principio, como un joven, uno quiere demostrarle a la gente lo que es capaz de hacer; después busca darle lo que la gente quiere comer. Cuando un cocinero entiende qué es lo que el cliente quiere, sobresale y se vuelve exitoso. Ese ha sido el camino.

Ha contado que fue en su casa donde nació su deseo de ser cocinero. ¿Cómo recuerda esos días en los que veía cocinar a su mamá y a su abuela?

En casa se celebraba todo alrededor de la buena mesa. Tengo presente ese recuerdo de mi madre y mi abuela metidas en la cocina desde tempranas horas. Algo que aprendí de mi madre, Diana Tchira, es que, como cocinero, uno va ensuciando y va limpiando al mismo tiempo. No se puede trabajar y dejar el reguero. Hoy, yo me siento a almorzar y trato de que todo quede organizado, de no dejar destruida la cocina. Porque hay cocineros que la destruyen. También aprendí a cuidar la materia prima, que lo que hoy sobró podemos usarlo mañana. Toda esa economía de guerra que venía de una familia judía sefardita, de inmigrantes que les tocó muy duro. En casa se cuidaba mucho lo que se ponía en la mesa. No se desperdiciaba nada. A mí me duele que la comida se dañe o se pase. Ahora, durante la cuarentena, muchas de las cosas que comíamos era lo que tocaba preparar porque se estaba quedando en el mercado. El último día hacíamos un ratatouille, o una sopa de verduras, o un estofado en el que podíamos utilizar esa última zanahoria, ese último zucchini, esas últimas habichuelas. En mis cocinas hemos llegado a fundir la grasa del pollo para cocinar algunos platos. Es un pecado botar comida.

Sus abuelos llegaron de Siria a Colombia pasada la Primera Guerra Mundial; los paternos al Valle del Cauca, los maternos a la costa Caribe. ¿Alcanzó a conocer a los cuatro?

Conocí a mi abuela de parte de mi papá y a mi abuelo de parte de mi mamá. Mi abuela cocinaba bellezas. Y mi abuelo, que era pescador, tenía siempre los sabores de la tradición en la boca. Ambas familias venían de Alepo, de Siria.

¿Qué heredó usted de esa cultura sefardita?

Ser buen padre. Me acuerdo de que mi papá se sacaba las cosas de la boca para dárnoslas a nosotros. Una o dos veces al mes llegaba con una fruta exótica, en ese momento, como un durazno, una manzana, unas uvas, nos sentaba en la sala, lavaba y cortaba la fruta y nos daba a probar cositas nuevas, cositas que no había en el día a día en nuestra mesa. Mi padre era boquisabroso, le gustaba comer bien. No estoy hablando de nada exótico, sino que la comida tuviera buen sabor, que estuviera hecha con cariño. Yo noto en mis cocinas cuándo una persona cocina solo por necesidad y se ha vuelto una máquina para hacerlo, y cuándo lo hace con cariño y corazón. El resultado es muy distinto.
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jdflskfls Foto:Pablo Salgado

Hubo una junta de padres de familia en la que se cuestionó
cómo un alumno del Anglo Colombiano iba a estudiar cocina. Porque en ese momento, el año 87, cuando me gradué, no era una profesión digna

¿Quizá por esa importancia que tenía la comida en su casa, entre sus padres y sus abuelos, fue que no se sorprendieron cuando usted les dijo que quería ser cocinero?

Mi padre solía decir que si uno quiere ser feliz en la vida, tiene que hacer lo que le gusta. Su papá murió muy joven y él no pudo acabar su bachillerato. Tuvo que salir a trabajar para poder darles de comer a sus hermanos menores y a su mamá. Siempre me dijo que, de haber podido escoger, hubiera tenido otra profesión, pero le tocó ser comerciante porque eso era lo que había en el momento. Salía con un muestrario a vender tela para hacer camisas. Por eso me dio a mí la fortuna y la bendición de poder estudiar lo que yo quería. Sí me cuestionó, me hizo un par de preguntas. Me dijo: “¿Seguro que quieres estar detrás de un fogón el resto de la vida?”. Le contesté inmediatamente que sí. La verdad es que ha habido momentos duros, sobre todo en la juventud, al ver a los amigos de colegio disfrutando en una mesa de mis restaurantes, mientras yo trabajaba un sábado a las 10 u 11 de la noche. Pensaba: es un sacrificio, pero todo sacrificio trae su satisfacción.

Pero en el colegio donde estudió sí hubo crítica por su intención de dedicarse a la cocina...

Así fue. Hubo una junta de padres de familia en la que se cuestionó cómo un alumno del Anglo Colombiano iba a estudiar cocina. Porque en ese momento, el año 87, cuando me gradué, no era una profesión digna. Y la única escuela de gastronomía que había era el Sena. El Servicio Nacional de Aprendizaje, la escuela para educar a las masas, una entidad politizada. Pero fue mi cuna. Ahí tuve la oportunidad de estudiar. Ahí recibí las bases de la cocina clásica. Aunque, para mí, lo que hace a un cocinero es la escuela de la vida.

¿Cuál fue el momento clave que determinó el rumbo de su carrera? ¿El tiempo que pasó como cocinero aprendiz en el hotel Hilton, en Bogotá, o su estadía en Canadá?

En el Hilton estuve casi dos años de forma intermitente. El chef era un francés, muy juicioso. De ahí me fui a Vancouver y allá estuve casi cinco años. Llegué a trabajar al mismo tiempo en un hotel y un restaurante. Después de seis meses tuve que definir en dónde me quedaba. No quería seguir con jornadas de seis de la mañana a doce de la noche. Mi padre, como siempre consejero, me preguntó: “¿Dónde ves tu futuro? ¿Quieres tener un restaurante o ser el chef ejecutivo de un hotel?”. Yo soñaba con un restaurante. Me dijo: “Ahí está la respuesta”. Seguí trabajando en el restaurante, con un chef con el que todavía mantengo una relación inmensa: Ken Iaci. Lo llamo mi mentor. Canadiense, descendiente de italianos. Me enseñó muchas cosas sobre cómo debe funcionar un restaurante para que sea exitoso en términos de cocina, compras, materia prima. Mi sueño era mostrarle a la gente lo que yo podía cocinar. Cuando volví, monté mi primer restaurante. Sabía manejar una cocina, pero no tenía ni idea de cómo istrar. No pensaba en puntos de equilibrio, ni en cuánto me iba a dejar, en nada de eso. Mi padre vino a trabajar conmigo, a ayudarme en esa parte. Y a medida que el negocio fue creciendo, mi hermano Saúl, de empresas, también se unió. Lleva quince años a mi lado.

Todo en familia. Porque un primo suyo, arquitecto, lo ha apoyado en el diseño de sus restaurantes.

Saúl, se llama también así. Ha diseñado los restaurantes Harry Sasson, en la calle 75, Harry’s Bar, Nemo…

Nemo está dedicado a su padre. ¿Por qué?

Quería hacerle un homenaje. Falleció hace unos años. Él fue la persona que me dio la mano y me animó a hacer lo que quería. Hoy, mi hijo me dice: “Papá, tú eres mi mejor amigo”. Mi padre no solo era mi padre, también mi mejor amigo. Hoy estoy educando a mis hijos tratando de no cometer errores, de encontrar la manera de llevarlos por el camino correcto. Mi padre me enseñó a trabajar, me dio las herramientas y la oportunidad de llegar a estar donde estoy.

Su primer restaurante, Harry Sasson, estuvo varios años en la zona T, en Bogotá, y luego llegó al local de la calle 75 con 9.ª, que es una maravilla de construcción. ¿Cómo consiguió esa casa?

Por medio de un gran amigo, el doctor Rafael Riveros. Después de quince años de estar pagando arriendo en la T, el restaurante ya pedía un cambio. Además el alquiler en esa zona se había vuelto imposible. En ese momento, ya pagaba más de cincuenta millones de pesos de arriendo por ese local. Era mucha plata. Era levantarse todas las mañanas pensando “hoy debo dos millones y medio de pesos”. Muy difícil. Empecé a buscar sitios para mudarme y montar mi propio restaurante, en mi propio lugar. No sé cuántas veces había pasado frente a esa casa durante toda mi vida, pero nunca la había detallado porque estaba cubierta. Tenía un muro de ladrillo, una tapia. Gracias a Rafael Riveros, que conocía a una de las hijas de la dueña, pude conocerla. El día que entré dije: “¡Qué es esta casa tan bonita!”. Construida en 1934 por dos arquitectos chilenos que hicieron muchas otras en Teusaquillo. Estilo Tudor con varias mezclas. Duré año y medio en negociaciones para poder adquirirla.
Uno va aprendiendo a irar ciertas preparaciones y a no dejarse descrestar por esos menús de degustación. Llegas a una madurez en la que entiendes otras cosas de la gastronomía y de la cocina
(También le puede interesar esta entrevista BOCAS: Mauro Colagreo, el genio detrás del restaurante #1 del mundo)

¿El médico Rafael Riveros es el que lo ha operado?

Varias veces. De las várices, que en mi caso son un tema genético. El problema viene de mi madre y de mi abuelo materno. Y el sobrepeso, el calor, el estar de pie constantemente no ayudan. Por eso me he tenido que operar. Una vez fue de urgencia porque hice una trombosis venosa profunda. Durante toda una noche sentí una presión muy fuerte en las piernas. En la mañana llamé al doctor y le conté que sentía caliente toda esa zona. Me hizo ir al consultorio, me tocó y me dijo que tenía dos trombos y debía operarme. Me operó y a los ocho días hice otro trombo y se infectó la pierna. Tuve que salir para urgencias. El doctor se sentó a mi lado y me dijo que si eso se iba a mi torrente sanguíneo, podía darme una septicemia. En el momento en que me operaron tenía el cincuenta por ciento de probabilidades de que eso pasara. Podía perder la pierna. O morirme.

¿Cómo ha controlado eso? Porque supongo que estar muchas horas de pie en la cocina es algo que no ha podido cambiar.

Una cosa que es importante para mí son mis medias de várice, de compresión, que uso hasta la ingle. Me garantizan mejor flujo sanguíneo. Cuando no me las pongo, porque estoy en tierra caliente, por ejemplo, en pantaloneta, se me hinchan los pies, me duelen las piernas y las venas se me brotan muy feo. Durante muchos años usé zuecos, pero tenían un problema y era ese chancleteo al caminar. Se me golpeaba mucho el talón y se inflamaba. Me dio una fascitis plantar. Ahora uso zapatos con un mejor apoyo, mejor tacón.

¿Ha tenido accidentes en la cocina?

Varios. Hernias en la espalda por cargar cajas muy pesadas, cortadas, quemones. Es una actividad en la que pueden pasar muchas cosas.

¿Cuál momento disfruta más: crear un plato, prepararlo, servirlo?

No es uno solo. Disfruto infinitamente el momento del servicio. Estar en una parrilla o sarteneando en la estufa. Y crear. Tengo la capacidad, cuando escribo una receta, de saber exactamente a qué va a saber ese plato. En la cabeza sé cuáles sabores van y cuáles no van. Qué va a funcionar y qué no. Eso es parte de la mano de un cocinero, de lo que hablábamos antes, de cocinar con cariño y no como una máquina. Poder sentir el punto en que una salsa o un fondo están reducidos. Reconocer el punto de una carne. Me ha pasado mucho durante estos días: me piden una pieza grande para meter al horno y me preguntan cuántas horas hay que dejarlo. No, no son horas, porque cada pieza es distinta, pesa diferente, la temperatura de cada horno varía. Hay que tener feeling, hay que poner un termómetro, meter un cuchillo y tocarse el labio. Todas esas cosas son las que hacen a un cocinero. También me encantan las relaciones públicas, ver que los platos regresan desocupados de las mesas, notar la satisfacción de un cliente cuando le ponen la comida al frente.

Y un cocinero nunca deja de aprender…

Nunca. Hay momentos en que es necesario salir y ver cosas nuevas. A la creatividad hay que alimentarla. Yo suelo buscar inspiración en viajes, paseos, visito a otros cocineros, voy a mercados, leo libros. Hoy tenemos la herramienta del internet, que no existía hace treinta años, cuando empecé.

¿A cuál chef ira más?

A varios. Depende de muchas cosas. He tenido la oportunidad de trabajar con grandes cocineros, como Joan Roca, Andoni Aduriz o Quique Dacosta, en España; Fernando Trocca o Germán Martitegui, en Argentina; Takehiro Ohno, de Japón, Matías Palomo, de Chile. Pero mira que hay grandes cocineros y jefes de cocina a los que no mencionan porque son de un hospital, de un club, de un colegio o de un restaurante que no es tan conocido ni aparece en listas. Se quedan muchos buenos por fuera solo porque no tienen exposición.

¿Qué plato no se cansa de comer cuando viaja?

Cuando llegas a una edad empiezas a apreciar mucho más un buen pedazo de carne hecho en una parrilla perfecta como Don Julio, en Buenos Aires, o una tortilla de papas hecha en Casa Dani, en el Mercado de la Paz del barrio Salamanca, en Madrid. Uno va aprendiendo a irar ciertas preparaciones y a no dejarse descrestar por esos menús de degustación. Llegas a una madurez en la que entiendes otras cosas de la gastronomía y de la cocina.

Como pasa con todo en general: termina por importar lo esencial.

Exactamente.

Usted tiene un programa de educación para personas de bajos recursos. ¿Cómo funciona?

Hace un par de años creamos un programa para que muchachos de estratos bajos, sin posibilidades de entrar ni siquiera al Sena, reciban en poco tiempo, en un periodo de tres o cuatro meses, instrucciones que les permitan convertirse en ayudantes de cocina, auxiliares, panaderos, parrilleros, pizzeros, y tengan la oportunidad de un mejor futuro. Hemos educado casi a doscientos muchachos. Han participado exprostitutas, reinsertados, venezolanos que llegan con una mano adelante y otra atrás. Aquí no escogemos, es el que quiera participar. A los últimos alumnos los gradué una semana antes de la pandemia. En este país con tantas necesidades debemos buscar la forma de ayudar a la gente. Pienso que si uno recibe, uno tiene que dar. Dar de mil maneras.
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skdjfldskjf Foto:Pablo Salgado

Compartir el conocimiento. ¿De pronto se ha cruzado en el camino con colegas que creen ser dueños exclusivos de lo que saben?

Claro. Cuando estaba estudiando y aprendiendo muchas veces me encontré con cocineros que no querían enseñar y lo que hacían era darle a uno la espalda para que nadie le fuera a torcer la butaca. Pero yo soy de los que creen que, para que perdure el conocimiento, uno debe enseñar.

¿Cómo es la relación con su equipo de trabajo?

Cuando pasas más tiempo con tus colegas, con tus compañeros, eso se vuelve una familia. Eres el consejero, el psiquiatra, el compinche. Tengo gente conmigo desde hace veinticinco años. Ellos me cuidan y yo los cuido. Mis hijos les dicen tíos a algunos de mis empleados. Son gente muy cercana.

Debió ser muy difícil tener que cerrar restaurantes, en medio de la crisis, y ver que muchas de estas personas dejaban de trabajar con usted...

¡Uy! Porque además no eran restaurantes recientes. El más joven tenía quince años y el más viejo, veinte. Imagínate también las indemnizaciones que tuvimos que pagarles. Una a recibió ochenta y dos millones de pesos. Si me demoro mucho, esta situación me arrastra. Las cifras de la gente que emplean los restaurantes son increíbles. Creo que son como quinientos mil empleos directos y dos millones indirectos. ¿Cuánta gente, no formal sino informal, vive de la comida y de los restaurantes? Es toda una cadena alimenticia. El señor que cultiva los espárragos, el de las fresas, el de las lechugas. Apenas se cerraron los restaurantes de Bogotá, esta gente se paralizó, se frenó. Es muy duro.

¿Cuáles de sus restaurantes han cerrado y cuáles siguen abiertos?

Cerramos Balzac, Club Colombia y Harry’s Bar. Y estamos listos para liquidar también Cartagena. Allá no lo estamos haciendo por cuestión de alquiler, sino porque la ciudad esta muy mal. Cartagena vivía de matrimonios, congresos, festivales, grupos de turismo. Nuestra clientela no era local. Y no se sabe cuándo van a volver. En este momento tengo Harry Sasson. Dentro de su cocina están funcionando ese, Harry’s Bar y H&B, que era la pastelería que también cerró. Nemo está desactivado porque el hotel donde está sigue cerrado.
Yo no me estoy reinventando para nada. Hoy lo que estoy haciendo es tratando de sobrevivir. Soy cocinero. Me gusta cocinar. Cuando veo las fotos de esos locales cerrados, me duele el alma

¿Cómo han cambiado sus días hoy?

Ha cambiado todo. Si hablamos de lo laboral, yo trabajaba el setenta por ciento a la hora de la comida, cuando la gente salía a tomarse unos tragos, a cenar, a compartir socialmente. Hoy, el noventa y cinco por ciento de la venta es al mediodía. A la hora del almuerzo salen los domicilios. Nosotros trabajábamos para un turismo ejecutivo en Bogotá. Teníamos muchos eventos de compañías multinacionales que traían a su gente a probar la gastronomía colombiana. Había noches en Harry Sasson en las que los únicos que hablábamos español éramos los empleados, de resto se escuchaban idiomas de distintos lugares. Hoy estamos enviando domicilios a los que son nuestros clientes desde hace veinticinco años.

¿Y en casa?

Comparto las labores del hogar, de la familia. Mi hijo volvió al colegio hace unos días y la niña, que tiene cuatro años y medio, comenzó su primer año escolar el mismo día. Todo un acontecimiento porque estamos en una situación distinta. Antes tú llevabas los niños al colegio, los dejabas allá y volvías por ellos. Hoy, el tema virtual es la locura. Menos mal un día la niña me acompañó al colegio de su hermano, que es el mismo al que acaba de entrar, y conoció a la profesora que le iba a tocar. De resto, nunca ha ido. Imagínate cómo va a ser eso. Aunque los niños se adaptan a todo muy rápidamente.

Usted también se ha adaptado. Le ha tocado hacer de todo, incluso repartir domicilios…

El Día de la Madre y el Día del Padre, sí. Porque hubo mucho ajetreo y tocó salir en el carro a llevar cosas. Los domicilios son un negocio que desconocíamos completamente. Nos ha tocado aprender de todo. A empacar, a buscar los distintos desechables. Pero me hace mucha falta la cocina. Me hace falta el día a día del servicio, atender la gente, recibirla, saludarla, conocerla por su nombre, aprender a saber qué es lo que quiere. Me han llamado muchas personas pidiendo que les mande un cocinero a sus casas para que les cocine y les sirva. Nosotros no estamos haciendo esto de home chef. Sería una irresponsabilidad mandar a un cocinero a la casa de alguien en este momento.

Lo han buscado para clases virtuales, ¿no es así?

Sí, y eso realmente me divierte. He dado clases a juntas directivas de empresas, a grupos de profesionales que quieren entretenerse después del trabajo. Les envío una caja con ingredientes a sus casas y cocinamos juntos. Una persona en Medellín armó un grupo de señoras y ya son más de ciento cuarenta inscritas. Otra señora me ó por Instagram y me dijo que quería regalarle de aniversario a su marido una clase de cocina conmigo. Algunas de estas clases las he hecho desde mi casa, pero me gusta más desde la cocina del restaurante. Tengo los ingredientes a la mano y me parece que es más serio.

¿Esperaba que el Gobierno ayudara más a los restaurantes para que no cayeran en la situación en la que están?

Ahí hubo varios temas. Uno era el de los contratos de alquiler. Como me dijo el ministro de Comercio, era muy difícil que el Gobierno se metiera en contratos de dos privados. Aunque yo creo que ellos beneficiaron a los que apoyaron sus campañas, que son estos dueños de mucha tierra aquí, con ese decreto que tuvieron durante unos meses. Dicen que nos están ayudando en el tema laboral, con el 30 por ciento del apoyo de la nómina. Creo que podrían aportar el 60 por ciento si quisieran. El Gobierno tiene el poder de endeudamiento que desee, sin límites. Lo paga a cincuenta, a cien años. Nuestros negocios tienen unos márgenes muy pequeños. En cualquier momento, por cualquiera de los factores, pasa lo que nos pasó. Muchos de mis restaurantes cerraron porque no aguantaron. El apoyo estaba condicionado a mantener la nómina. Pero cómo voy a mantener a cuatrocientos cincuenta empleados después de entregar tres locales. Tuve que liquidar a la gente y pagar indemnizaciones. No congelé contratos. Y entonces ya no califico para el subsidio.

Ante todo esto, ¿qué lo ha mantenido en pie?

Mis hijos. Ellos son mi inspiración. Me llevan a querer salir adelante. Cada vez que los veo, se los digo. A veces uno no puede pensar con el corazón sino con la cabeza. Después de estar cerrados siete semanas, un día pensé: nos toca volver a abrir y hacer domicilios. Hacer algo porque la caja se había acabado. Me senté con los jefes de servicio y los jefes de cocina, nos tomamos un plato de sopa, y les dije: “Ustedes han crecido conmigo, cuando se abría un restaurante el jefe de servicio se convertía en su , el sous chef se volvía el chef del nuevo local. Ahora, con las cosas como van, nos va a tocar a todos volver a casa”. Y hoy estamos todos en Harry Sasson. Han tenido que recortar sus salarios y sus entradas porque ellos vivían también de la propina, y hoy no hay propina en los restaurantes. Una persona que ganaba fácilmente nueve millones de pesos entre salario y propina, hoy se puede poner dos y medio o tres. Para ellos también ha sido un cambio muy grande.

¿Qué espera que pase más adelante?

Me mantengo con cabeza fría, analizando las situaciones y pensando que esto pasará y regresaremos. No sé si volveré a la misma cantidad de restaurantes que tenía abiertos. Ojalá me den ganas de volver a montar un restaurante como Club Colombia, que, después de quince años, se había vuelto una institución en la ciudad para llevar a comer a la gente y recuperar las tradiciones de nuestra gastronomía, de las recetas de nuestras madres y abuelas. Yo no me estoy reinventando para nada. Hoy, lo que estoy haciendo es tratando de sobrevivir. Soy cocinero. Me gusta cocinar. No sé qué otra cosa haría. Pero es difícil. Cuando veo las fotos de esos locales cerrados, me duele el alma. Me duele berracamente. Ver todo caer a la borda es muy duro.
(Creemos que le puede gustar otra entrevista BOCAS: 'Creo que estos dos años han probado que Petro es una mala persona')
POR: MARÍA PAULINA ORTIZ
FOTOS: PABLO SALGADO
REVISTA BOCAS
EDICIÓN 98. AGOSTO - SEPTIEMBRE 2020

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