Hay nombres que la historia no debe repetir. Son los de los
asesinos y mucho menos los que han matado en serie y en masa. Esas identidades deben ser condenadas al olvido, porque ¿para qué decir que Fulano o Mengano acabó con vidas?
Esos asesinos, motivados por sus mentes enfermas, su alto o bajo coeficiente intelectual, su falta de caridad y empatía, están o muertos o encerrados en prisiones. Sin embargo, todavía hay muchos de ellos en las calles y ojalá la justicia de cada país sea capaz de encontrarlos y encerrarlos para bien de la humanidad.
De los
asesinos seriales, aunque sin usar esta definición, que es del siglo XX, se habla desde el siglo XV en Europa, cuando algunos de ellos incluso anotaban los nombres de los hombres, mujeres, jóvenes y niños que mataron a través de formas de tortura inimaginables, que es una de las constantes de estos criminales.
Estos asesinos son los que “matan a tres o más personas en un lapso de 30 días o más, con un período de ‘enfriamiento’ entre cada asesinato, y cuya motivación se basa en la gratificación psicológica que le proporciona cometer dicho crimen. Tienden a ser selectivos al acechar a sus víctimas y lo hacen impulsados por alguna necesidad interior imperiosa”, dice alguna de sus especificaciones.
Pero en medio de sus crímenes, de los que por lo general no se arrepienten porque tienen alguna justificación (personal o religiosa, entre otras), ocurren hechos y ese el tema del blog Paz y Desarrollo de este 3 de octubre en eltiempo.com (http://blogs.eltiempo.com/pazydesarrollo).
En su escrito, la abogada María del Rosario Carrillo Ferguson, especialista en Derecho istrativo y en gerencia de proyectos de obras civiles, cuenta un hecho durante el juicio a uno de estos criminales.
Ocurrió en su juicio, en el 2003, en Estados Unidos. El hombre, acusado del crimen de 71 mujeres, se declaraba culpable de cada uno de ellos “expresando en sus gestos la tranquilidad de quien sólo había roto un cristal en un descuido. Superior y despreciativo, ajeno a la vivencia humana, mostrándose grande en el mal”, agravaba el dolor de las familias de las víctimas, presentes en la sala.
Pero en un momento, un hombre, padre de una de las asesinadas, fue capaz de cambiar la mentalidad del asesino y también de poner a pensar a las familias presentes en el lugar. Ese fue su legado. No le quitó el dolor como padre de una de las víctimas, pero posiblemente lo hizo más llevadero.