La idea de ser Santa Claus no me molestaba. Recibí el traje de Bibiana, miré sus ojos almendrados y entré al vestidor señalado por la dependiente del almacén para ponérmelo. Estaba compuesto de un pantalón rojo y una chaqueta del mismo color, con mangas blancas y acolchadas; botas negras y una barba de algodón que caía hasta el pecho.
—No tiene gorro, tampoco cinturón y anteojos –grité.
Una mano huesuda se asomó por la cortina del vestidor, de sus dedos pendían los elementos faltantes. Los sujeté y terminé de ajustarme el traje. En el espejo apareció Santa. Hice un par de movimientos con las manos, imité el “Jo, jo, jo” y me sujeté el cinturón, notando que me quedaba un poco holgado.
—Me queda grande en la cintura –grité.
Escuché un cuchicheo fuera. Luego vino la voz de Bibiana:
—Todos vienen así. Tocará apretar más la correa. Santa Claus es gordo.
Me volteé para contemplarme de costado. Sin la barriga prominente, mi hijo no me creería que era el verdadero Santa. Me quité el traje, salí y le dije a la dependiente que lo llevaríamos.
Al llegar a casa, Miguel me preguntó si había invitado a Santa para nuestra cena de Navidad. Mi madre, quien nos ayudaba a cuidarlo los fines de semana, me miró desde la cocina como exigiendo una explicación.
—Todo arreglado –dije.
Entré al cuarto con la bolsa de la compra y me puse de nuevo el traje. Escuché a Bibiana en el pasillo y la llamé.
—Le pondré algo de ropa en la cintura para simular la panza –comenté.
–Te has perdido la llegada de Santa –respondió–. He hablado con él, me ha explicado todo. Sí le pediré regalos.
Me pasó la lista, que leí con rapidez. Eran las seis. No habíamos comprado nada
Ella puso seguro a la puerta, para evitar que mi hijo entrara, y se dispuso a ayudarme. Apretamos bien la correa, metimos una buena cantidad de ropa en una bolsa y, a continuación, pusimos esta última entre mi estómago y el traje. El resultado fue una barriga chueca, como si tuviera una pelota al costado derecho de la cintura.
—Pareces lleno de pedos –dijo Bibiana mientras reía.
Moví la bolsa hacia el costado izquierdo, creando el mismo efecto al otro lado. Luego la levanté un poco, ahora parecía que me hubiese tragado un enorme huevo de dinosaurio y lo tuviera entre el esófago y el estómago.
En la noche conversé con mi hijo de nuevo, quería confirmar que seguía firme en la idea de no pedir regalos a Santa Claus ni al Niño Dios. Me lo había dicho con mucha seguridad dos semanas atrás: “Lo que yo quiero es conocerlos”. Huelga decir que para él, Santa y el Niño son dos sujetos distintos con un mismo propósito. “Incluso pueden trabajar juntos, papá”, me había dicho.
Lo encontré, como de costumbre, frente a sus legos. Había armado una casa, una nave espacial y dos estaciones de servicio. Pasé una mano por sus cabellos ondulados y me senté junto a él. Volteó su cara y me miró. Sus ojos, redondos como canicas, brillaban.
—¿Sabes qué es esto? –preguntó señalando lo que había armado.
Negué con la cabeza. Él se esmeró en explicármelo. Después, sin dilatar más el asunto, le pregunté qué deseaba pedir para Navidad.
—Ya te lo he dicho, papá. No quiero regalo, solo conocer a Santa. Tengo muchas preguntas que hacerle.
Quedaban diez días para Navidad. Me puse de pie, lo miré un momento y le pregunté si estaba seguro. Él asintió sin prestarme mayor atención.
—Muy bien –respondí. Me acerqué para besar su mejilla.
La siguiente semana comí más de lo habitual para adaptar el traje a lo que se esperaba de Santa. No lograría subir de peso lo suficiente para lograr la panza navideña, pero podría complementar aquello con la bolsa de ropa.
—Es inútil lo que estás haciendo –me dijo mi esposa una noche, a pocos días de Navidad.
Me levanté la camisa para mostrarle que había engordado un poco.
—Esa no es una panza como la de Santa –replicó—. Vas a necesitar mucho más que eso.
—Me pondré la bolsa con ropa –dije.
La víspera del veinticuatro de diciembre mi hijo fue con su madre a dormir en casa de su abuela. Aproveché, entonces, para invitar a algunos compañeros de trabajo a casa. Todos se mostraron sorprendidos por la solicitud de Miguel. Aquello, en sus palabras, demostraba gran madurez en un niño de su edad. Los hijos de mis amigos habían pedido cosas usuales: muñecos de superhéroes, videojuegos, celulares. Sin embargo, la sorpresa mayor llegó cuando conté que me disfrazaría de Santa para satisfacer su deseo.
—Eso tenemos que verlo –dijo Sebastián. Era el más flaco, le decíamos espagueti. Tenía la cara enjuta y los ojos amarillos. Parecía constantemente enfermo y a punto de morir.
—Sí, definitivamente –afirmó Manuel, y comenzó a aplaudir para reforzar el ánimo. Él era el antónimo de Sebastián: un hombre robusto, con la panza navideña que necesitaba.
Un momento después, Santa Claus estaba sentado con ellos.
Tenía la bolsa de ropa en el interior de la chaqueta, el cinturón bien apretado, la barba que se extendía desde mis patillas hasta mi pecho y el gorro rojo, con su franja blanca y la pequeña bola de algodón que caía hacia un costado. Recibí un trago de aguardiente, que apuré entre risas. Si Miguel demostraba madurez, yo exhibía un amor sin límites por mi hijo. Esas fueron las palabras de mis compañeros.
Luego de acabar la primera botella llegó Carlos, que trabajaba en el departamento de contabilidad de la empresa. Era pequeño, musculoso y con fama de bebedor. Nos ubicamos en el antejardín. Decidí no quitarme el traje. Mi hijo quería conocer a Santa y mis amigos, beber con él. A las doce de la noche ya andábamos las calles del barrio buscando un estanco abierto para comprar más licor.
No sé qué hora era cuando desperté, pero mis amigos no estaban y un rayo de luz caía sobre mi cara incendiándome los labios. Moría de sed y sudaba a mares. Mi madre me miraba y mi hijo gritaba que Santa estaba en el antejardín. Buscaba a su padre en el interior de la casa. A pesar de la resaca me puse de pie, acomodé mi panza, que se había caído a un costado, y emití un “Jo, jo, jo” que hizo salir a mi hijo.
Mi madre contemplaba el desastre sin atinar a decir algo. Una mancha blancuzca, sospechosa, se extendía por un lado del traje. Bibiana no estaba, la busqué con la mirada.
—Está en la tienda –dijo mi madre.
Miguel no prestó atención a las palabras de su abuela, tampoco se fijó en la mancha. Estaba tan emocionado de conocer a Santa que apenas podía dilucidar el desastre en el que naufragaba su ídolo. Estiré mi mano para saludarlo. Él la sujetó con suavidad y preguntó por qué me había presentado tan temprano.
—Solo pasé a saludar, jo, jo, jo –respondí–. En la noche debo entregar regalos, no me quedaba tiempo para conocerte.
Mi respuesta pareció razonable y satisfizo la curiosidad de mi hijo, que ahora preguntaba dónde estaba mi fábrica de juguetes y cómo hacía para entregarlos al mismo tiempo en diferentes países. Hablé del huso horario, de mis renos mágicos, recitando cada uno de los nombres –afortunadamente aprendidos para ese encuentro–, y de un trabajo que iniciaba desde comienzos de año.
—Es imposible diseñar y crear tantos regalos sin una dedicación constante, jo, jo, jo. Así que empezamos a recibir cartas desde el primero de enero. En muchos casos, si no hemos recibido carta, diseñamos los regalos de acuerdo con lo que sabemos de los niños.
Dicho esto salí del antejardín, mi esposa había llegado y me miraba desde la calle. Pasé a su lado sin saludar y empecé a caminar sin rumbo.
—¿Hacia dónde vas? –gritó mi hijo.
—He estacionado mi trineo a unas calles de aquí –respondí.
Vagué por un par de calles. El sol me aturdía, la barba me fastidiaba, pero no me atrevía a quitármela. Los niños me señalaban. Palpé inútilmente mis bolsillos buscando mi teléfono. Después de varios minutos retorné a casa. Mi esposa recogía las botellas y algunos platos que estaban en el suelo. Había pedido a mi madre que se llevara al niño de nuevo. Entré sin decir palabra, busqué el cuarto y me quité el traje. Luego de meterlo en una bolsa y guardarlo muy bien en el armario, me tiré a la cama.
No abrí los ojos hasta la tarde, cuando escuché a mi hijo llamarme:
—Papá, papá –gritaba y me movía la cara de un lado al otro. Sujetaba un pedazo de papel en sus manos.
—¿Qué? –dije abriendo un poco los ojos y con la cabeza a punto de estallar.
—Te has perdido la llegada de Santa –respondió–. He hablado con él, me ha explicado todo. Sí le pediré regalos.
Me pasó la lista, que leí con rapidez. Eran las seis. No habíamos comprado nada. Mi hijo salió del cuarto corriendo, sujetando el papel con los dedos índice y pulgar, mientras este se sacudía como una cometa.
JAVIER ZAMUDIO
*Escritor y editor.
Su más reciente libro es la novela ‘El hotel de los difíciles