El año pasado el abuelo se fue a vivir con nosotros, y fue así, porque ya le quedaba muy poco tiempo, el cáncer se lo estaba comiendo por dentro y mi papá no tuvo corazón para dejarlo morir en el geriátrico. Ya para finales de noviembre, el abuelo se puso en su fase más crítica; recuerdo verlo llegar al apartamento como si fuese un esqueleto pequeño que mi papá casi que cargaba en el hombro. Después de que papá lo dejara descansando en la habitación, se fue para la sala y se puso a llorar en el sofá sin percatarse de que yo estaba allí viéndolo.
–¿Qué le dijo el médico, papá? –le pregunté, sentándome a su lado, buscando una forma de consolarlo.
–Nada, mijo, que ya es muy poquito lo que se puede hacer.
Mi papá dejó perder su mirada en el aire, como buscando algo que no se puede ver.
–Solo si pudiera darle algo que lo hiciera feliz por última vez –dijo él, sin siquiera mirarme–.
Y yo, sin saber de dónde se me vino la idea, le dije: “Papá, ¿y si le da una Navidad de esas que le gustan a él?”.
Papá se quedó pensando. ¿Qué Navidad querría el abuelo? Supongo que pasaba por su mente, hasta que unos segundos después reaccionó de un tajo. –Eso es, mijo, eso es –y acto seguido se levantó del sofá y me dijo: “Camine, mijo, lo llevo a conocer el barrio”.
Viajamos en el carro por casi una hora, en el camino papá me contó que íbamos al barrio donde él y mis tíos crecieron, que íbamos a buscar a los viejos amigos del abuelo y, de paso, a sus amigos de infancia. Así fue, mi papá estacionó el carro frente a una manzana de casas en cuyo centro se levantaba un bonito parque. Papá, con la miraba absorta, se dejaba llevar por los recuerdos, esos mismos que le hacían temblar los ojos y que apenas yo notaba.
–¿Sí ve ese parque, mijo? –me dijo papá–. Ahí era donde jugábamos con sus tíos y los amigos del barrio hasta la noche. ¿Y sí ve esa esquina? Ahí era donde de adolescentes nos íbamos con las novias. ¿Y sí ve esa casa? Esa era la casa de nosotros.
Mi papá se conmovió al observar la casa, al parecer seguía igual que cuando la dejaron; él me contó que la habían vendido entre todos hace años, cuando la abuela se murió, y que ninguno había vuelto al barrio desde entonces. Me decía que, aunque todos ellos eran de clase trabajadora, pudieron ir a la universidad y les comenzó a ir bien, y que por ello abandonaron el barrio.
Sin embargo, ellos no fueron los únicos; al parecer, sus amigos de antaño y demás vecinos hicieron lo mismo, y esto lo comprobamos al visitar casa por casa y ver cómo en cada una de ellas nos decían que la familia que vivía allí antes se había ido hace mucho tiempo y que les habían vendido o les tenían arrendada la casa.
–Mijo, parece que aquí ya no queda nada –me dijo mi papá casi que derrotado, con el fracaso en los ojos y una torre derrumbada entre las manos, y así nos subimos al carro tomando el camino de regreso. Sin embargo y esta vez, tampoco sé de dónde me vino la idea, pero le dije a papá: “¿Y si a a los vecinos de ese tiempo y se reúnen en el barrio el 24?”
Papá frenó el carro en seco, me miró por un momento y me dijo: “Usted es un genio, papito”. Y así fue. A partir de ahí, mi papá se puso a buscar en internet a cada uno de los vecinos y amigos de aquel tiempo; algunos los tenía en Facebook, otros los tuvo que localizar por el amigo de un amigo, y así los convenció de encontrarse el 24 de diciembre en el barrio, que arrendaran sus antiguas casas por un día y revivieran entre todos una Navidad de esas, cuando el tiempo y la vida eran mucho más sencillos.
El abuelo no sabía nada hasta que llegó la Navidad. Nos montamos en el carro sin él saber para dónde lo llevábamos, apenas si podía hablar
Lo sorprendente fue que todos le tomaron la idea, algunos cancelaron viajes que tenían programados para aquel día, otros declinaron invitaciones o planes acordados mucho antes; al parecer, retroceder el tiempo era un milagro de Navidad, de esos que nunca se esperan.
El abuelo no sabía nada hasta que llegó la Navidad. Nos montamos en el carro sin él saber para dónde lo llevábamos, apenas si podía hablar, y solo se podía percibir de él lo que sus ojos destellaban al observar que nos acercábamos al antiguo barrio. Casi sobre las siete de la noche logramos llegar, y ese barrio que había visitado poco menos de un mes antes se había iluminado de luces, de adornos y de almas, allí estaban todos los antiguos vecinos, como si nunca se hubieran ido, como si el tiempo hubiese regresado treinta años.
Papá estacionó el carro frente a la antigua casa del abuelo; al entrar en ella nos encontramos con mis tíos y mis primos, las tías estaban en la cocina preparando buñuelos, y mi mamá fue a integrarse con ellas, mi tío Fernando había puesto música tropical de los setenta en un aparato extraño de sonido que yo no conocía.
Después de un rato de departir en familia salimos a la calle, y no dimos dos pasos cuando mi papá y mis tíos se encontraron con sus viejos amigos, se abrazaban, se preguntaban por sus vidas, nos miraban a mis primos y a mí y decían que cómo estábamos de grandes, y así seguimos la ruta; en los antejardines de cada casa nos ofrecían todo tipo de alimentos navideños, mientras sobre las aceras la gente pintaba con tizas de colores figuras de ángeles, de campanas y el infaltable Papá Noel. Otros levantaban cuerdas con campanas hechas de icopor y pintadas de rojo que se colgaban sobre los postes.
En una de las esquinas de la manzana aquella se encontraba un grupo de viejos: algunos se veían como fuertes robles que a pesar del tiempo se mantenían firmes; otros, más encorvados y algunos en silla de ruedas, como mi abuelo.
Mi tía Martha lo llevó en su silla de ruedas al encuentro con el grupo de viejos; apenas los podía ver desde lejos, apenas podía ver que los viejos saludaban de abrazo a mi tía y luego hacían lo mismo con mi abuelo, quien con sus brazos extendidos hacia arriba daba la señal de que no podía ser más feliz que en ese momento.
A eso de las diez de la noche, todo el barrio reunido rezó la novena en el centro del parque, y al rato un grupo de mujeres apareció con una olla gigante que contenía un sancocho como para doscientas personas.
Todos comimos sentados en el suelo del parque formando un círculo gigante, ese mismo con el que simbolizan la fraternidad; y así como mi abuelo, así como mis tíos y mis padres tuvieron ese encuentro con personas que traspasaban los ataques del olvido, mis primos y yo tuvimos la oportunidad de conocer a los hijos de los vecinos de mi papá, ellos tampoco conocían el barrio y estaban tan maravillados como nosotros, y con esta excusa para abordarnos mutuamente departimos entre todos como si nos conociéramos desde siempre.
Así conocí a Marcela, quien por solo ese día vivía a dos casas seguidas de la mía; creo que no tuvimos que hablar mucho para sentirnos cerca, y después de un rato de conversar nos fuimos a esa esquina cubierta de árboles, en la misma esquina donde mis padres se dieron el primer beso. Allí estábamos Marcela y yo, contemplándonos mutuamente para luego dar el siguiente paso.
Media hora antes de la medianoche, todas las familias regresaban a sus casas, así como quienes nos reunimos para esperar que dieran las 12 de la noche y la respectiva repartición de regalos, y hecho esto volvimos a salir a la calle, donde toda la gente se reunió a festejar al ritmo de la música que venía de una camioneta con unas bocinas tan potentes que podría sonorizar como diez calles a la redonda.
Mi abuelo, acompañado de mi tía Martha, intentaba saltar sobre su silla con las pocas fuerzas que aún le quedaban, golpeando las palmas mientras le decía a mi tía: “Mijita, dígame que esto no es un sueño”. Pero sí lo era, un sueño, un milagro de Navidad que integró a una comunidad perdida en los remolinos del pasado y que volvían como fantasmas del olvido a recrear un barrio del cual ya no quedaba nada en el presente.
Dicen que cuando vamos a morir, toda nuestra vida pasa por la mente, como un collage de las mejores escenas de nuestra existencia; pues bien, papá logró lo que nadie pudo: reencarnar la escena más feliz que mi abuelo pudo presenciar, una Navidad con la familia completa.
El abuelo murió el 16 de enero de este año, mi papá lo despidió tranquilo, sabiendo que pudo hacerlo feliz antes de que partiera. Hace unos días me preguntó por lo que quería para Navidad, yo le dije: “Un juego de tizas de colores para dibujar en el parqueadero del conjunto”.
MIGUEL ÁNGEL PULIDO JARAMILLO
Para EL TIEMPO