¿Qué lo llevó a la decisión de desnudarse en este libro?
Lo hice para limpiar el alma y el corazón. Fue una catarsis. Me liberé.
Para empezar, son muy duros sus recuerdos sobre las relaciones con su mamá, su papá y su rama Zuleta…
A mamá terminé entendiéndola, porque no tuvo una vida fácil: dos matrimonios fracasados, abandono económico, era muy ácida. Mi madre no tocaba físicamente. No daba besos. La abuela Berta Puga era muy fría, dura y estricta, pero muy cariñosa. Hija de un general chileno, quien, a su regreso de Colombia, dio un golpe militar, creando
la primera república socialista chilena en el año 32. Lo tumbaron en diez días (risas).
El polo a tierra de los Zuleta Lleras fueron los abuelos Lleras, Alberto y Berta, quienes nos acogieron. Mi padre nos abandonó, se alcoholizó. Mi madre le pidió al abuelo Zuleta que nos ayudara económicamente y no quiso; la abuela Lucía, estupenda mujer, no se metía, víctima también de su marido. De mi papá no heredé sino las enfermedades mentales.
Con esa cantidad de primos Zuleta que tiene, y un abuelo Zuleta en común, ¿cómo quedarán las cosas después de este libro?
Yo los entiendo. Pero cada uno tiene una visión de la vida como le tocó vivirla. Si no nos volvemos a ver, pues nos encontraremos en los entierros, seguramente. ¿A dónde más?
De sus experiencias políticas dice, muy graciosamente, que usted aprendió a gatear en tapete rojo. Luego de adulto le tocó caminar sobre los tapetes rojos de muchos otros presidentes. El primero de ellos fue Virgilio Barco, de quien fue asesor cuatro años. Recuerda que Germán Montoya fue realmente el hombre de las galletas en ese gobierno. Pero no dice por qué…
Este país le debe mucho a don Germán Montoya, y al mismo presidente Barco, porque les tocó un gobierno muy difícil: el asesinato de don Guillermo Cano, el de Luis Carlos Galán, los secuestros… Desviar la atención de esas cosas tan graves y difíciles que le tocó afrontar, porque tuvo una enfermedad, no me parece decente. Por eso no hablo de ese tema, y nunca hablaré.
¿Por qué a estas alturas de la vida, con tanta evidencia que hay, usted sigue insistiendo en que Ernesto Samper es inocente?
Creo a Samper lo suficientemente inteligente como para no haberse metido en eso. Pero sí tuvo a un ladrón profesional ahí metido, el señor Fernando Botero Zea, que le robó a Julio Mario Santo Domingo, porque los dólares que mandó para la campaña, Botero los trasladó a sus cuentas, mientras lavaba la plata del cartel de Cali; más grave aún, les robó a los propios hermanos Rodríguez Orejuela. Con ese rabo de paja, Samper no los extraditaba. Pero además, no creo que fue el primer gobierno al que entró plata del narcotráfico…
Pero si no los coge y los extradita, no se sostiene en el poder…
A Samper le montaron una cosa muy jodida los ‘conspis’ –usted sabe quiénes fueron porque fue de ellos– y el drácula ese del embajador Frechette. Por eso, Samper armó un comité de crisis. Ahí puso a Mónica de Greiff, exministra; a Juan Mesa, su secretario; a José Antonio Vargas, a Juan Fernando Cristo, a Darío Restrepo, a Carlos Cure y a mí. Nos reuníamos todos los días a las ocho de la mañana en Palacio, a ver qué barbaridad se nos ocurría para que Samper no se cayera. El Presidente bajaba, juiciosísimo, todos los días a las nueve, y decía: ¿a ver, qué hay que hacer hoy?
Nosotros le decíamos: secuestraron a una niña en Villavicencio, váyase para allá y proponga pena de muerte para los secuestradores. Váyase para Chaparral y diga que para ir allá usted no necesita visa. Y así todos los días…
Gobernaba…
Claro, Samper no dejó de gobernar un día. Y no tuvo enemigos chiquitos. Hasta le quitaron la visa.
Entre otras cosas, su vicepresidente, Humberto de la Calle, hoy reencauchado como senador, fue el primero que le renunció a la embajada en España…
Creo que Humberto es un gran desperdicio político. Era presidenciable, y bueno, de ahí a senador de Ingrid… Si eso no es un desastre… Pero, fíjese, en su lista estaba Miguel Samper, el hijo del expresidente Samper. La política es dinámica.
Usted aprecia bastante a Samper…
Le tengo mucha gratitud. Cuando salí del clóset (en realidad, como digo en el libro, no salí, sino que lo volví mierda) fui un día a contarle y le ofrecí, para que él no cogiera fama de marica, que yo no volvía a Palacio. Por el contrario, me dijo: ‘¿Y dónde está su nuevo amor?’. Lo mandó traer a Palacio. Claro que se divirtió preguntándonos cosas morbosas, como quién iba adelante y quién atrás, y yo le dije: ‘no, a mí no me meta en ese lío, no joda’. Pero después de eso, viéndome tan agobiado, Samper me mandó un año al consulado en Boston con César, con quien después me casé en Canadá. Así Samper me sacó del centro de atención, uff. Es mi amigo y lo defenderé siempre.
¿Cómo le fue con Andrés Pastrana?
No me fue. Renuncié al consulado el 6 de agosto del 98. Pastrana no es malintencionado, pero no es un tipo inteligente y creo que su gobierno, salvo por el Plan Colombia, que consiguió Luis Alberto Moreno, no fue bueno. Muy vanidoso él, con un ego enorme. Es sumamente light. A Pastrana lo graduaron ‘en una descasés que hubo’, como decía mi abuelo Alberto Lleras. Y montó esa barbaridad del Caguán.
Pero fue el primer antecedente, en terreno, de lo que después fue el acuerdo de La Habana…
Imagínese: la guerrilla sin agenda, las Farc eran soldados, policías, jueces, magistrados. El narcotráfico galopando, allá montaron las pistas y comenzaron a esconder a los secuestrados. Por denunciar eso, ‘Romaña’ me mandó matar.
También Germán Vargas Lleras, muy valientemente, lo denunció en el Congreso…
Y mire lo que le costó a Germán, la cara, las manos, y casi la vida. Germán es un hombre muy valiente. El personaje que Colombia necesitaba hoy.
¿Y usted por qué termina tantos años asilado en Canadá?
Un día, el entonces fiscal de la embajada americana me contó que ‘Romaña’ me había mandado a matar. Pensé en pedirle ayuda al Gobierno y le consulté a Alfonso Gómez Méndez, que era Fiscal. Me dijo: ‘pues va a ser difícil que se la den, porque su teléfono, el de Piedad Córdoba y el de Horacio Serpa están chuzados’. Cuando finalmente me fui en el año 2000, no quise saber nada de Andrés Pastrana. Terminé en Canadá con ayuda de Piedad Córdoba, después de que el Gobierno canadiense comprobó que mi integridad física corría riesgo en Colombia. Fueron años muy difíciles. Me casé con César, conseguí varios trabajos y, después de un tiempo largo en Vancouver, regresé al país.
¿Qué le pasó con Uribe?
Creo que Uribe hizo un muy buen primer gobierno. Estábamos realmente arrinconados por la guerrilla. Ya en el segundo, cuando empezó a hacer barbaridades, ahí sí me arranqué a joder. Y luego vinieron los ‘falsos positivos’: resultó que los niños no estaban recogiendo café, como dijo Uribe, sino que los estaban asesinando. Y ya la tapa, tratarse de reelegir. Con ese tercer intento, Uribe borró con el codo lo que hizo con la mano. Históricamente se lo iban a cobrar, y se lo están cobrando, porque el tiempo no arregla nada ni daña las cosas, sino que las pone en orden. Pero si ha habido alguien investigado en este país han sido Uribe y sus hijos, y no les han encontrado nada. Aunque yo no creo que esté bien que los hijos hagan negocios.
¿Cómo fueron sus relaciones con Juan Manuel Santos?
En los primeros cuatro años muy malas, no me perdonaba el tema de los ‘falsos positivos’. Inclusive un día que me lo encontré me dijo que yo era un payaso. Para el segundo gobierno, me parecía muy importante el proceso de paz. Santos se la jugó duro. Mis amigos canadienses me llamaban: ¿cómo a un país en guerra hace 50 años le preguntan si quiere la paz y dice que no? Pues eso es Colombia, un país de locos. Sesenta años con una clase dirigente indolente: no me extrañaría que el país gire a la izquierda.
Y entramos al gobierno Duque...
Tengo una magnífica relación con el presidente Duque. Para esa vaina de la pandemia, no estaba preparando nadie, y, finalmente, él hizo la tarea. Trajo los 90 millones de vacunas. Petro dijo que se iba a demorar siete años, y Duque lo hizo en un año y cuatro meses. Pero en el ínterin ha hecho las tareas. Educación gratuita para estratos 1, 2 y 3; Familias en Acción, está terminando casi todas las obras de infraestructura del 4G. Ha entregado oportunos subsidios. Le tocaron los paros, los bloqueos. Muy difícil y, sobre todo, con gente muy malévola detrás de toda esta vaina.
¿A usted qué le parece que Sergio Fajardo tenga como principal bandera de su campaña acabar con Duque?
Sergio Fajardo es como los carros Simca, que todos tuvimos en los años setenta: arrancaban a toda mecha y usted les metía segunda y se apagaban. No va a llegar, porque, además, tiene un ego que lo lleva a oírse solo a él. Él se encanta, él está enamorado de él. Me lo imagino horas frente a un espejo.
En la disyuntiva, ¿qué haría si nos toca entre Petro y Fico?
Voto por Fico, a quien iro. Simple y llanamente, el país no puede caer en Petro, es una locura. Imagínese usted a Francia Márquez de presidente, solo imagínesela… Claro que es una mujer preparada y todo eso, pero cero experiencia. Lo mismo que Claudia López e incluso que Petro, que fue el alcalde de una especie de Ciudad Gótica, ciudad que él se imaginó en medio de su enfermedad mental de la mitomanía. Y ahora, la señora Márquez en la presidencia, apague y vámonos.
Ser gay. ¿Qué tan difícil es?
Ser marica es para machos, en una sociedad pacata, religiosa, homofóbica.
¿Se nace gay?
Los maricas nacemos, no nos hacemos. Pero de mi proceso de descubrirlo salieron casi que con heridas mortales mi entonces esposa Juanita y mi hija María.
¿Ya todo sanado?
Con los años, nos hemos vuelto íntimos. Con María nos vemos casi todos los fines de semana; con Juanita hablamos de los temas de María, y está muy bien casada. Pero, además, ser abiertamente gay me ha traído ventajas, la más importante, que soy inchantajeable. Uno no puede vivir enclosetado. Tengo varios amigos casados que no voy a mencionar, con los que tuve relaciones… Como me dijo alguien en estos días: se acabó el Xanax en Bogotá por cuenta de su libro. Pero mi papel no es sacar gente del clóset, no soy dirigente de la comunidad LGTBI, a mí me jarta todo ese tema de salir a marchar con la bandera… En este mundo muchos no respetan una pareja de otra persona, si les parece bonito un tipo, hasta que no se lo comen no descansan.
Precisamente dice en su libro que en el homosexualismo hay mucha promiscuidad…
Mucho. Yo lo fui. Mi siquiatra me dijo que las drogas para la depresión me iban a quitar la libido y yo le dije: ¡no sé quién es esa señora! Eso, a mi edad, ya no, no.
Nos quedan dos temas, complicados y dolorosos para ambos. Uno es el tema del suicidio y el otro, el de la eutanasia. La Corte le pidió al Congreso que legislara sobre todo eso. ¿Tenemos alguna esperanza?
No, porque los congresistas son cobardes para el aborto y con el matrimonio y la adopción entre parejas del mismo sexo… A mis médicos tratantes les mandé ya el consentimiento informado. No me voy a dejar hacer nada. Que me den unos opioides, lo más de sabrosos, yo me voy a mi casita a tomar vino, a viajar y a gastarme lo que me queda. El suicidio, no lo descarto tampoco. Pero cuando empiezo a pensar en eso, en cómo lo haría y tal, salgo derecho para mi siquiatra, porque me da mucho miedo.
¿Qué sigue después de este libro?
Otro libro, con la historia detrás de la historia. A los 65 años me retiro del todo y me voy para Barranquilla. Pero lo que no me puede pasar es llegar a la edad de decir más pendejadas de las que ya dije.
MARÍA ISABEL RUEDA
Especial para EL TIEMPO